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miércoles, 10 de septiembre de 2014

Las últimas horas de Ramón Vargas y el espíritu sospechosista

La acéfala Administración de Ramón Vargas al frente de la Ópera de Bellas está en etapa terminal, y sus yerros son cada vez más evidentes. Tiene las horas contadas. Su último gran triunfo, así lo cantarán sus corifeos, fue la extraña e inusual “Celebración musical” con Javier Camarena y Rebeca Olvera, quienes con apenas diez años de trayectoria reciben un trato que muchos otros cantantes, incluido Ramón Vargas, no han recibido en el recinto principal del país por trayectorias mucho más amplias. El desastre se verificó el pasado 7 de septiembre, y más que una celebración o festejo digno de tal ocasión, todo pareció sacado del teatro vecino, más cercano a espectáculos de corte popular y sin rigor, que a lo que sea que hayan tenido en mente los (des)organizadores de la mentada “celebración musical”.

Por supuesto, si el titular de la OBA nunca está presente, es casi imposible que nadie más tenga deseos de poner orden en algo que parece ya casi un congal de los que un poco más delante de los mencionados teatros solían poblar la zona donde se encuentran ubicados. El espectáculo musical que Camarena y Olvera ofrecieron en Bellas Artes pasó de lo sublime a lo ridículo en un abrir y cerrar de ojos, y ni a ellos les importó un pepino, ni a nadie más. De más está decir que el comportamiento del público asistente fue lamentable, interrumpiendo y aplaudiendo a la menor provocación, viniera o no al caso. El público del teatro de Bellas Artes no tiene remedio, merecen un homenaje en el Estadio Azteca.

Camarena y Olvera regresaron a sus años mozos, haciendo payasadas y gracejadas, mexicanadas las llama alguien por allí, como si de un festival del día de las madres se tratara. Lo más lamentable no fue sólo que el jardín de niños invadiera de repente el escenario de Bellas Artes, sino que ambos eligieran (¿o fue alguien más?) como parte del programa canciones populares mexicanas, una triste y lamentable costumbre de sopranos y tenores, y no sólo mexicanos, quienes en cada ocasión dan prueba fehaciente que se trata de un repertorio no sólo que desconocen, sino que no saben cómo cantarlo adecuadamente. Desde Plácido Domingo hasta el propio Ramón Vargas, pasando por Pavarotti, no ha habido cantante de ópera que no se haya atrevido a cantar canciones populares con resultados, siempre, lamentabilísimos. Aquí el resultado no fue diferente.

Y si el director, Ramón Vargas, nunca está presente para poner orden, pues siempre habrá cosas más importantes en Europa o en Nueva York que requieran su atención, es imposible esperar que alguien tome responsabilidades que no son las suyas y ponga orden donde no lo hay. El Titanic lleva hundido ya mucho tiempo, aunque los pasajeros crean lo contrario. ¿Cabe lugar en esta “celebración musical” para el sospechosismo? La respuesta es, ¡por supuesto!

De repente todo México descubre a Camarena, y se le homenajea como el hijo pródigo en Xalapa, donde se le entregan los máximos honores, cosa que otros célebres veracruzanos jamás recibieron, y se le celebra por una trayectoria que tal vez supere a la del propio Vargas, pero que habría que esperar al menos otros diez o quince años para que así suceda. La pregunta que me hago no es dónde está Ramón Vargas en todo este asunto, sino más bien, como en un relato policíaco donde se ha cometido un crimen, quién se beneficia de este festejo repentino, quién está detrás moviendo los hilos. La respuesta, me parece, la hallamos en el mismo programa de mano que acompañó este inusual festejo.

Originalmente iba a señalar la pobreza literaria del texto de presentación, una lamentabilísima pieza redactada con lo que le sigue al esfínter, sin orden ni concierto, que avergonzaría a cualquier corrector del departamento de Literatura del INBA, firmado por José Octavio Sosa, si no fuera porque veo en ella la oscura mano de quien desde las sombras quiere subirse al corcel en marcha, como la mosca polizón, y llevarse el crédito de algo que no le corresponde.

El sospechosismo en pleno me lleva a preguntar porqué razón el Coordinador Ejecutivo del Estudio Ópera de Bellas Artes, creado por Ramón Vargas, entre cuyos noveles integrantes no hay un solo tenor, escribe un texto donde lo que hace no es presentar, institucionalmente, el evento, sino que adopta la primera persona del singular para recordarle al lector, todo el tiempo, lo que él quiere que recuerde: “Yo descubrí a Javier Camarena y a Rebeca Olvera”, “Nadie creyó en mí entonces, pero diez años después, ellos me dan la razón”.

Y si el lector tiene duda de la paupérrima mente de Sosa para redactar, véase este ejemplo: “Es difícil explicar con palabras la impresión que causaron entre la Orquesta y el Coro del Teatro de Bellas Artes, la tramoya, en los departamentos de vestuario, maquillaje, utilería, así como en todos y cada uno de quienes presenciaron ese suceso”. Bueno, hasta las taquilleras y las acomodadoras no pudieron dormir aquella noche. No importa que a Sosa le parezca “difícil de explicar con palabras la impresión que causaron”, tal vez le resulte más sencillo explicar qué es el dodecafonismo o qué hace exactamente en el Estudio de Ópera… espero que para eso sí pudiera haber palabras, o al menos peras y manzanas, a falta de aquéllas.

Muy hábil, y lamentablemente redactado, Sosa termina con una alusión personal al final de su texto, encubierta en una cierta institucionalidad. El público de Bellas Artes, que nunca lee bien, no se percata de la trampa, y se traga el garlito: “hoy simplemente celebramos estos diez primeros años de sus carreras profesionales, nacidas al [sic] auspicio de la Ópera de Bellas Artes”. Pero al inicio nos recuerda cómo él insistió en aprovechar a las dos brillantes promesas del canto mexicano diez años antes. El círculo narrativo se cierra con el mensaje que Sosa quiere que se quede en la mente del lector.

Y mi mente cochambrosa y sospechosista me hace pensar que el texto de José Octavio Sosa no tiene la función de informarle al público realmente lo que éste necesitaría, sino que tiene una función ulterior. En mi opinión, el texto emite el tufo de la rata que quiere salirse del buque ante el inminente hundimiento y salvar el pellejo ante la nueva tripulación para, cuando llegue el momento, repetir la hazaña con otro texto a modo que le permita vivir del presupuesto, tal como lo hace ahora.


¿Está enterado Ramón Vargas que ya se menciona a Sergio Vela como su sustituto, y que su leal tripulación no tiene la menor intención de mostrar un mínimo de lealtad? No lo creo. Como nunca está presente en sus oficinas, como desde un principio le exigí, no tiene el menor control ni del barco ni de su tripulación, y no se entera de la última traición de que es víctima.