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sábado, 3 de octubre de 2015

Ramón Vargas y el laberinto kafkiano del fiel priísta


El tenor Ramón Vargas dejó la dirección de la Ópera de Bellas Artes (OBA), según consta en un boletín de prensa oficial del Instituto Nacional de Bellas Artes #1134 fechado el 2 de octubre de 2015. De acuerdo al triunfalista comunicado (que entre otras joyas de penetrante análisis crítico incluye el siguiente: “por su visión de largo plazo, los programas iniciados por él son indispensables en el quehacer institucional”), la gestión de Vargas se caracterizó por logros de gran envergadura en medio de un clima económico adverso, del cual nunca hizo mención el propio Vargas en sus tres años. El tono exculpatorio y de fingida dignidad del boletín sólo evidencia los magros resultados de una gestión caracterizada por la improvisación, el desorden, el dispendio, el ausentismo, la opacidad y el voluntarismo que tanto daño le ha hecho a la actividad cultural en nuestro país.

Vargas deja la OBA en medio del descrédito y sin haber nunca dado respuesta a los múltiples cuestionamientos que desde el primer día de su gestión se le hicieron. A los entusiastas que aplaudieron rabiosamente su llegada no les cumplió siquiera en su más hondo sueño húmedo: tener una edad dorada de la ópera en México. La falta de formas en un medio donde fondo y forma son indispensables deja al Ramón Vargas funcionario, no al tenor, en el peor de los escenarios. Llegó con bombo y platillo, con todos los medios de comunicación arropándolo y con el principal acallado, Proceso, con el cheque en blanco más grande extendido por una comunidad a un individuo, pero sale por la puerta de atrás, como sirvienta avergonzada al ser descubierta robándose los cubiertos.

Pese al ambiente económico adverso, a la postre la gestión de Vargas será recordada como una de las peores de las últimas tres décadas, con escasa imaginación, por decir lo menos, llena de opacidades, en un momento en que el rendimiento de cuentas y la transparencia son la cantaleta oficial del régimen, y a la cual Vargas jamás se sometió.

Pero lo peor que le pudo pasar en estos tres años a Ramón Vargas no fue su inoperancia, sus nulos resultados (en un medio en el que cuando se habla de “ópera mexicana” los nombres de mexicanos brillan por su ausencia, a diferencia de lo que ocurre cuando se habla de “poesía mexicana”, “cuento mexicano”, “novela mexicana”, “pintura mexicana”, escultura mexicana”), sus torpes y tardías reacciones a cuanto sucedía sobre los escenarios, a haber dado cobijo a las peores producciones en un siglo (de acuerdo a las críticas de los especialistas), no haber generado una producción de óperas realmente mexicanas (no hubo un solo estreno mundial, ni un autor mexicano vivo al que se le comisionara una obra, como por lo demás no las ha habido en años). Lo peor es haber perdido su voz como crítico de esa entelequia llamada “ópera mexicana” o “nacional”.
Vargas fue el crítico más feroz de lo realizado por sus predecesores, a quienes tachó con los peores epítetos inimaginables. Para felicidad de ellos, no sólo los resultados de su gestión son peores incluso que los suyos (algo que no era difícil de prever, habida cuenta su inexperiencia en el campo), sino que ha perdido toda autoridad moral para criticar a quien sea. En eso le ganaron la apuesta sus predecesores y el sistema mismo que, como en un relato kafkiano, terminó por devorarlo sin que él supiera cómo ni por qué. El lamantable boletín que intenta proteger al ineficiente funcionario público que nunca fue capaz de actuar de acuerdo a su investidura, da puntual cuenta de la impunidad que ha caracterizado a uno de los sexenios más cínicos de nuestra historia. Ese es el marco de referencia que no se deberá perder de vista nunca, porque su actuar como funcionario público fue exactamente el mismo: el del cinismo y la arrogancia, el de no rendir jamás cuentas e ignorar las reales necesidades de la comunidad a la cual él debió atender y de no haber atendido siquiera a lo que podrían haberle sugerido la gestión cultural, nueva actividad profesional de la cual, por supuesto, Vargas no sabe nada, como de tantas y tantas otras cosas.

La era dorada de la ópera en México prometida y esperada por Ramón Vargas llega a su fin, y el profeta de esta era, incluido esta vez a su pueblo, no vieron nunca la tierra prometida. La sed por un espectáculo digno y de calidad no fue saciada nunca. Vargas deja la ópera no mejor, ni siquiera en el mismo estado que la halló. Deja un panorama ruinoso, cuyo nombre no amparó más que más de lo mismo, amparado a su vez por el regreso del peor PRI al poder. Como funcionario priísta, fue ejemplar. Se va con la frente en alto, pero con el estigma de haber sido un pobre soldado que nunca supo a qué enemigo se enfrentaba.

La pesadilla terminó.