El
tenor Ramón Vargas dejó la dirección de la Ópera de Bellas Artes (OBA), según
consta en un boletín de prensa oficial del Instituto Nacional de Bellas Artes
#1134 fechado el 2 de octubre de 2015. De acuerdo al triunfalista comunicado (que
entre otras joyas de penetrante análisis crítico incluye el siguiente: “por su
visión de largo plazo, los programas iniciados por él son indispensables en el
quehacer institucional”), la gestión de Vargas se caracterizó por logros de gran
envergadura en medio de un clima económico adverso, del cual nunca hizo mención
el propio Vargas en sus tres años. El tono exculpatorio y de fingida dignidad
del boletín sólo evidencia los magros resultados de una gestión caracterizada
por la improvisación, el desorden, el dispendio, el ausentismo, la opacidad y
el voluntarismo que tanto daño le ha hecho a la actividad cultural en nuestro país.
Vargas
deja la OBA en medio del descrédito y sin haber nunca dado respuesta a los
múltiples cuestionamientos que desde el primer día de su gestión se le
hicieron. A los entusiastas que aplaudieron rabiosamente su llegada no les
cumplió siquiera en su más hondo sueño húmedo: tener una edad dorada de la
ópera en México. La falta de formas en un medio donde fondo y forma son
indispensables deja al Ramón Vargas funcionario, no al tenor, en el peor de los
escenarios. Llegó con bombo y platillo, con todos los medios de comunicación
arropándolo y con el principal acallado, Proceso,
con el cheque en blanco más grande extendido por una comunidad a un individuo,
pero sale por la puerta de atrás, como sirvienta avergonzada al ser descubierta
robándose los cubiertos.
Pese
al ambiente económico adverso, a la postre la gestión de Vargas será recordada
como una de las peores de las últimas tres décadas, con escasa imaginación, por
decir lo menos, llena de opacidades, en un momento en que el rendimiento de
cuentas y la transparencia son la cantaleta oficial del régimen, y a la cual
Vargas jamás se sometió.
Pero
lo peor que le pudo pasar en estos tres años a Ramón Vargas no fue su
inoperancia, sus nulos resultados (en un medio en el que cuando se habla de “ópera
mexicana” los nombres de mexicanos brillan por su ausencia, a diferencia de lo
que ocurre cuando se habla de “poesía mexicana”, “cuento mexicano”, “novela
mexicana”, “pintura mexicana”, escultura mexicana”), sus torpes y tardías
reacciones a cuanto sucedía sobre los escenarios, a haber dado cobijo a las
peores producciones en un siglo (de acuerdo a las críticas de los
especialistas), no haber generado una producción de óperas realmente mexicanas
(no hubo un solo estreno mundial, ni un autor mexicano vivo al que se le
comisionara una obra, como por lo demás no las ha habido en años). Lo peor es
haber perdido su voz como crítico de esa entelequia llamada “ópera mexicana” o “nacional”.
Vargas
fue el crítico más feroz de lo realizado por sus predecesores, a quienes tachó
con los peores epítetos inimaginables. Para felicidad de ellos, no sólo los
resultados de su gestión son peores incluso que los suyos (algo que no era
difícil de prever, habida cuenta su inexperiencia en el campo), sino que ha
perdido toda autoridad moral para criticar a quien sea. En eso le ganaron la
apuesta sus predecesores y el sistema mismo que, como en un relato kafkiano,
terminó por devorarlo sin que él supiera cómo ni por qué. El lamantable boletín que intenta proteger al ineficiente funcionario público que nunca fue capaz de actuar de acuerdo a su investidura, da puntual cuenta de la impunidad que ha caracterizado a uno de los sexenios más cínicos de nuestra historia. Ese es el marco de referencia que no se deberá perder de vista nunca, porque su actuar como funcionario público fue exactamente el mismo: el del cinismo y la arrogancia, el de no rendir jamás cuentas e ignorar las reales necesidades de la comunidad a la cual él debió atender y de no haber atendido siquiera a lo que podrían haberle sugerido la gestión cultural, nueva actividad profesional de la cual, por supuesto, Vargas no sabe nada, como de tantas y tantas otras cosas.
La
era dorada de la ópera en México prometida y esperada por Ramón Vargas llega a
su fin, y el profeta de esta era, incluido esta vez a su pueblo, no vieron
nunca la tierra prometida. La sed por un espectáculo digno y de calidad no fue
saciada nunca. Vargas deja la ópera no mejor, ni siquiera en el mismo estado
que la halló. Deja un panorama ruinoso, cuyo nombre no amparó más que más de lo
mismo, amparado a su vez por el regreso del peor PRI al poder. Como funcionario
priísta, fue ejemplar. Se va con la frente en alto, pero con el estigma de
haber sido un pobre soldado que nunca supo a qué enemigo se enfrentaba.
La pesadilla terminó.