El
pasado domingo 10 de junio acudimos al Palacio de Bellas Artes para ver la
puesta en escena de Nabucco, de
Giuseppe Verdi. Eso dice el programa de mano que acompaña la representación.
Eso dicen los anuncios en las secciones culturales de los diversos diarios, así
como la cartelera correspondiente al mes de junio por el INBA. Y esperábamos
ver Nabucco, de Giuseppe Verdi. Pero
pocas veces una reseña de un concierto debe ajustarse a lo que se vio en
escena, y dejar de lado los muchos aspectos de los cuales debería ocuparse, incluyendo,
en este caso, una del todo rutinaria dirección orquestal, acorde a la venerable
edad, suponemos, de Niksa Bareza, lo que nos lleva a pensar, ¿para qué invitar
a un anciano extranjero, con todo su cansancio, a dirigir una orquesta mexicana
si con menos dinero y tal vez con mejores resultados podría dirigirla un
mexicano, por el mismo precio o más barato?
Pero
como en aquella película de Jim Carrey, el desastre estaba a punto de hacerse
presente. De las muchas libertades que los directores escénicos se toman, la de
esta representación debe de ser la más lamentable, por decir lo menos, que haya
visto en toda mi vida. O la peor, para ser justos. Como cualquier villamelón
sabe, Nabucco transcurre en la
antigua Babilonia, de modo que uno espera ver los palacios del emperador asirio
y las humildes casas de los judíos caídos en desgracia y finalmente liberados.
Pero eso no ocurre ¡sino hasta el cuarto acto! Quien no haya asistido a la
función de apertura de este domingo pasado se preguntará, “entonces, ¿qué
diablos pasa en los tres actos previos?” Y eso es exactamente lo que uno se
pregunta.
Primer
asunto, no veo cómo pueda alguien justificar que el director de escena haga,
literalmente, lo que se le dé la gana, si a los músicos no se les
permite. Si un aria fue escrita para tenor, y tiene una letra específica, el
tenor no pude sustituirla y cantar lo que le venga en gana: un tango, rap, una
canción de Lady Caca. Simplemente no puede. Para eso sirve la partitura, por un
lado, y el libreto, por el otro. Por supuesto, en incontables ocasiones vemos
que el director de escena se toma la libertad de “modernizar” el libreto, y en Nabucco eso podría hacerse en una gran
variedad de modos: judíos prisioneros en un campo de concentración nazi, una
metaforización entre empresas dominantes y consumidores, o entre dos naciones,
aun cuando en este último caso algunos aspectos narrativos tal vez se
diluirían.
Un
antecedente de estas libertades que se toman los directores escénicos fue la
última representación del Don Juan
Tenorio, efectuada hace ya algunos años en el mismo Palacio de Bellas
Artes, puesta en escena que cambió el recitado en español en verso por un “hablado”
más contemporáneo, y escenas “modernizadas”, como la escena del panteón trasladada
a una morgue; pero sobre todo, la absurda inclusión del fusilamiento de
Maximiliano y el respectivo encuentro con Juárez. Todo ello, como una suerte de
contrapunto histórico que buscaba resaltar los hechos de la época en que fue
creada la obra, además de la obra, no
en su lugar.
Lo
visto en el Palacio de Bellas Artes fue exactamente eso, una puesta en escena
que retrata hechos históricos reales, pero que no corresponden a lo establecido
por el libreto. Eso es válido siempre y cuando haya aviso de por medio. Pero no
lo hay, por ningún lugar. Uno se queda pasmado al ver unas escaleras y a un
grupo de italianos muy elegantemente vestidos, yendo de aquí para allá, muy
agitados, como salidos de El Padrino,
y uno se pregunta en qué momento aparecerán las ametralladoras, mientras
inexplicablemente todos cantan los consabidos coros de Nabucco, con alusiones a los judíos. Instantes después, los mimos
que antes cantaron maldiciones contra los judíos, ahora cantan advertencias
hechas por éstos, pero todos visten igual. Cantan y van de aquí para allá, y
hablan del templo, de los dioses y de Dios, pero en escena uno ve otra cosa, y
dado el carácter visual de un espectáculo como este, es la narrativa
escenográfica lo que más compacta la atención del espectador, y por tanto lo
que hace más confuso seguir “la trama”, cualquiera que esta sea.
Es
cuando acaba el primer acto cuando me informan que en realidad lo que estamos viendo
se supone es una versión de los hechos reales que condujeron al estreno del Nabucco, en octubre de 1842, en donde se
retratan los preparativos y ensayos de la obra así como el contexto histórico
del nacionalismo italiano de la época y los conflictos con el Imperio austriaco
─para esa época todavía no era austrohúngaro. Entonces resulta claro, en toda
esta confusión, que uno de los personajes silentes ─y sin crédito escenográfico
ni en el programa de mano─ es el mismo Giuseppe Verdi. Y uno se pregunta, en
total ingenuidad: ¿Qué los ensayos de una ópera no se realizan adentro del teatro, en lugar del vestíbulo?
Desconozco si la descripción escenográfica corresponda a la realidad histórica,
pero a final de cuentas eso ya no importa, porque en realidad nada importa
entonces.
Así
transcurren tres actos, salidos como de una pesadilla, con pasajes cargados de
humorismo involuntario, como cuando un sacerdote ─suponemos que lo es, aunque ni
por el vestuario ni escénicamente nada parezca indicarlo─ le habla a su hija,
pero esta no se encuentra en el escenario, y uno se pregunta, ¿a quién le
habla? O como cuando alguien habla de destruir el templo maldito de los
babilonios y derriban cuatro mesitas plegables. ¿Para derribarlas era necesaria
la presencia del dios de los judíos? Cualquiera, de una patada, las habría
derribado sin mayor esfuerzo. Y así transcurren diálogos, pleitos, unos les
dicen a otros sepa la bola qué, y nadie entiende, escénicamente hablando, qué
diablos está pasando, por qué dicen tal o cual cosa. Y nada importa ya. Las
arias o duetos, que usualmente son para el lucimiento de los cantantes principales,
son interrumpidos escénicamente por cualquier cantidad de cosas que distraen al
espectador, al grado en que en varias ocasiones es más importante lo que sucede
atrás o en torno a estos que el aria misma.
Al
final de uno de los actos, ¿el segundo o el tercero? entra en escena un
personaje al que han matado. Lo llevan en una camilla, y uno se pregunta, ¿y
éste cuándo se murió? ¿Quién era? ¿Quiénes lo mataron? Mi acompañante me dice: “Fueron
los austriacos que se lo llevaron hace unos momentos, ¿no te acuerdas?” Y de
repente recuerdo que, en efecto, unos cinco minutos antes unos austriacos se lo
habían llevado, pero como uno no sabe qué está ocurriendo, ni hacia dónde se
dirige la acción, uno asume que no tiene importancia si se lo llevan los
austriacos o si hubiera sido raptado por una tribu de caníbales vegetarianos.
Para esas alturas del partido, ya nadie sigue la trama de lo que sucede en escena,
y a nadie parece importarle. Podría suceder cualquier cosa, como que aparezca
una pancarta con loas al rey Vittorio Emanuele. Igual podrían haber aparecido
los personajes del Chavo animado, que se presentan en el Teatro Blanquita, a
unas cuadras de allí, o Gabriel Quadri borracho, y a nadie le habría extrañado.
¿Quién habría protestado?
Cuando
finalmente, en el cuarto acto, el silente Giuseppe Verdi sube las escaleras del
ficticio teatro donde se escenificará su Nabucco,
uno ya ni siquiera se pregunta ¿Qué verá este ficticio Verdi de petatiux, la misma porquería que estamos viendo nosotros? Finalmente aparece la escenografía de un templo
babilonio, pero para ese momento ya no importa. Lo que uno quiere es que la
pesadilla acabe.
El "genio creador" de la pesadilla llamada Nabucco |
¿Cantaron
bien los cantantes? ¿El coro o la orquesta hicieron bien su trabajo? La
respuesta es la misma: ¡a quién le importa! Probablemente ni a ellos. A la
salida uno se topa con algunos de los miembros del elenco, y comprueba que así
es. Pero lo peor es la respuesta del público asistente. No sólo aplauden semejante
cagada escénica, sino que ovacionan con sonoros “¡Bravo!” al creador de
semejante atropello, un genio llamado
Luis Miguel Lombana, a quien sólo tres personas en todo el teatro abucheamos.
Es vergonzoso que el público asistente a estas representaciones acepte,
literalmente, cualquier ocurrencia, cualquier baratija, cualquier deyección que
se le ofrezca, y encima la aplauda y la ovacione. Pero si el público asistente
es tan idiota, pues eso y más merece, que lo estafen a toda hora y encima diga “muchas
gracias, no se hubiera molestado”. Uno esperaría del “culto público” mexicano
una actitud madura, crítica, informada, y no una de total sumisión e incultura,
indigna de personas que se dicen “cultas”.
Pero
no tiene la culpa el indio… decía el clásico. ¿Dónde está el gerente del
teatro? ¿Dónde algún responsable que dé cuenta de lo sucedido y por suceder en
las tres funciones siguientes? Porque no hay forma de justificar
semejante atropello, así se haya estudiado en Londres, o en la academia Pato de
música, crítica musical o taller de palitos y bolitas III. No hay forma de
aplaudir una puesta en escena que dice es una obra, escrita por un autor, y de
repente se presente otra, sin relación alguna con lo que uno escucha, escrita y
planeada por otro autor. En el menor de los casos, es una arbitrariedad. En su
justa dimensión, es una falta de respeto a los autores de la obra, y es el
equivalente posmoderno a ponerle brassiere a las bailarinas autóctonas de algún
país africano que visitaron Bellas Artes hace más de medio siglo, o cubrir la
desnudez de la Diana cazadora de Reforma en tiempos de Uruchurtu. ¿Podría
alguien, que no sea un cretino, justificar tales despropósitos del pasado?
Lo
que se representó en Bellas Artes no fue Nabucco,
sino una ficción ─¿o será micción?─ elaborada por, suponemos, Luis Miguel
Lombana, quien creó una obra que tal vez nadie habría ido a ver si la pone con
su nombre en algún teatro del INBA, así que decidió recetársela al público
villamelón que acude a la temporada de ópera de Bellas Artes, sabedor que se
tragan lo que les den, así sea una mierda. Y habrá que decirlo con toda
justicia, se ve más seriedad y crítica entre los aficionados al fútbol, que abuchearon
a la selección mexicana el viernes en el Estadio Azteca por su pobre desempeño
ante la potencia futbolística de Guyana, que entre el “culto público” melómano
que se tragó sin chistar semejante mamotreto.
Estimado señor José Manuel Recillas:
ResponderEliminarPues yo no soy poeta, ni estudié en la academia de Dante Alighieri, ni he traducido ni escrito nada. Soy un espectador come-mierda como usted nos llama, que entendió perfectamente lo que estaba pasando en escena, gracias a un programa de mano que gentilmente nos regalan, y a un supertitulaje que gracias al siglo en que vivimos nos ayuda, a eso, a entender.
En primer lugar, Lombana no se tomó ninguna libertad por encima de la música de Verdi ni del libreto de Solera. Usted escuchó Nabucco tal y cual está escrita en la partitura. Me tomaré la libertad de decir que, conociendo Nabucco como la conozco gracias a numerosas versiones en CD y DVD que circulan a la venta, la interpretación de Niksa Bareza es bastante apegada a la idea de Verdi. Puede usted escuchar en cualquier momento la versión de Sinopoli, o de Muti, o de Carignani, o de Oren, o de Levine, o de Luisi. Tienen diferencias, sí. Pero que bueno, ¿no? Que aburrido sería ver y oír Nabucco y cualquier otra ópera siempre igual.
En segundo lugar, me permito informarle que Bellas Artes no se maneja igual que un Sanborns o un Vips. El gerente de Bellas Artes no es el encargado de la programación, o de la difusión, o de la gestión cultural. A ese señor se le llama Director de la Compañía Nacional de Ópera.
Me da mucha lástima y mucha tristeza que un artista como lo es usted, vaya a la ópera esperando ver siempre lo mismo, y que se exprese del trabajo arduo e intenso de un grupo de artistas, así como del público asistente (recordando que todo artista vive de su público), como lo acaba de hacer. Me parece penoso que utilice un espacio como este para agredir de esa forma.
Lo invito sinceramente a que vuelva a asistir para que ate esos cabos sueltos en su crítica.
Gracias por tomarse la molestia de leer éste comentario.
P.D. Fenena no es hija de ningún sacerdote. Es hija del que da nombre a la ópera.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarMe di a la tarea de ver otras publicaciones en esta página, y en general me parecen buenas y sobre todo propositivas, y cuando algún elemento no se logra, con crítica bien entendida. Lástima que en la que es materia del presente comentario se manche ese trabajo.
ResponderEliminarÚnicamente coincido en un punto. Se equivocaron en Bellas Artes al omitir avisar sobre la propuesta escénica que se incorporaría, de tal forma que quien buscara asistir a la obra tuviera una decisión informada sobre lo que vería en escena. A partir de ello, sí hubo quienes reaccionaron con sorpresa, ya que esperaban un montaje tradicional de la ópera.
El anterior es el único punto que comparto. Ahora bien, lo que usted denomina una actitud propia de un público “villamelón”, me parece que en realidad es una actitud de apertura, de darle el beneficio de la duda a una propuesta que se está presentando antes ellos; el resultado fue el siguiente: hubo quienes la aceptaron; quienes se salieron ante la inconformidad con la presentación y, por último, quienes se mantuvieron todo el tiempo para al final limitarse a abuchear a quien consideraron responsable de su “engaño”.
Fuera de eso, su “crítica” consiste en una serie de frases llenas de agresión sin razón de por medio. Le recomiendo sensibilizarse en los temas de tolerancia, ya que preocupa que quien se auto proclama docto en cultura refleje una actitud tan intransigente.
Como ya comenté, me parece que el único error fue que cuando compró su entrada no sabía lo que se iba a presentar, pero estando ahí tenía elementos suficientes para entender la propuesta que se le presentaba, cosa que hubiera logrado si hubiera utilizado sus habilidades perceptivas para combinar su conocimiento sobre Nabucco y los elementos visuales que se presentaban en cuanto a la historia que de manera paralela se planteaba. Bueno, tal vez se trata de mucho pedir para un espectador, plantearle también una exigencia y que dé su valoración en razón de si se logró o no el cometido de respetar la presentación de Nabucco y darle al público una exposición con elementos sobre el contexto en que Verdi escribió dicha Ópera.
Cuando una propuesta escénica te la tienen que explicar para que le entiendas, quiere decir que estuvo fallida, que no fue explícita, que no sirvió.
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