La acéfala Administración de
Ramón Vargas al frente de la Ópera de Bellas está en etapa terminal, y sus
yerros son cada vez más evidentes. Tiene las horas contadas. Su último gran
triunfo, así lo cantarán sus corifeos, fue la extraña e inusual “Celebración
musical” con Javier Camarena y Rebeca Olvera, quienes con apenas diez años de
trayectoria reciben un trato que muchos otros cantantes, incluido Ramón Vargas,
no han recibido en el recinto principal del país por trayectorias mucho más
amplias. El desastre se verificó el pasado 7 de septiembre, y más que una
celebración o festejo digno de tal ocasión, todo pareció sacado del teatro
vecino, más cercano a espectáculos de corte popular y sin rigor, que a lo que
sea que hayan tenido en mente los (des)organizadores de la mentada “celebración
musical”.
Por supuesto, si el titular de la
OBA nunca está presente, es casi imposible que nadie más tenga deseos de poner
orden en algo que parece ya casi un congal de los que un poco más delante de
los mencionados teatros solían poblar la zona donde se encuentran ubicados. El
espectáculo musical que Camarena y Olvera ofrecieron en Bellas Artes pasó de lo
sublime a lo ridículo en un abrir y cerrar de ojos, y ni a ellos les importó un
pepino, ni a nadie más. De más está decir que el comportamiento del público
asistente fue lamentable, interrumpiendo y aplaudiendo a la menor provocación,
viniera o no al caso. El público del teatro de Bellas Artes no tiene remedio,
merecen un homenaje en el Estadio Azteca.
Camarena y Olvera regresaron a
sus años mozos, haciendo payasadas y gracejadas, mexicanadas las llama alguien
por allí, como si de un festival del día de las madres se tratara. Lo más
lamentable no fue sólo que el jardín de niños invadiera de repente el escenario
de Bellas Artes, sino que ambos eligieran (¿o fue alguien más?) como parte del
programa canciones populares mexicanas, una triste y lamentable costumbre de
sopranos y tenores, y no sólo mexicanos, quienes en cada ocasión dan prueba
fehaciente que se trata de un repertorio no sólo que desconocen, sino que no
saben cómo cantarlo adecuadamente. Desde Plácido Domingo hasta el propio Ramón
Vargas, pasando por Pavarotti, no ha habido cantante de ópera que no se haya
atrevido a cantar canciones populares con resultados, siempre, lamentabilísimos.
Aquí el resultado no fue diferente.
Y si el director, Ramón Vargas,
nunca está presente para poner orden, pues siempre habrá cosas más importantes
en Europa o en Nueva York que requieran su atención, es imposible esperar que
alguien tome responsabilidades que no son las suyas y ponga orden donde no lo
hay. El Titanic lleva hundido ya mucho tiempo, aunque los pasajeros crean lo
contrario. ¿Cabe lugar en esta “celebración musical” para el sospechosismo? La
respuesta es, ¡por supuesto!
De repente todo México descubre a
Camarena, y se le homenajea como el hijo pródigo en Xalapa, donde se le
entregan los máximos honores, cosa que otros célebres veracruzanos jamás
recibieron, y se le celebra por una trayectoria que tal vez supere a la del
propio Vargas, pero que habría que esperar al menos otros diez o quince años
para que así suceda. La pregunta que me hago no es dónde está Ramón Vargas en
todo este asunto, sino más bien, como en un relato policíaco donde se ha
cometido un crimen, quién se beneficia de este festejo repentino, quién está
detrás moviendo los hilos. La respuesta, me parece, la hallamos en el mismo
programa de mano que acompañó este inusual festejo.
Originalmente iba a señalar la
pobreza literaria del texto de presentación, una lamentabilísima pieza
redactada con lo que le sigue al esfínter, sin orden ni concierto, que
avergonzaría a cualquier corrector del departamento de Literatura del INBA,
firmado por José Octavio Sosa, si no fuera porque veo en ella la oscura mano de
quien desde las sombras quiere subirse al corcel en marcha, como la mosca
polizón, y llevarse el crédito de algo que no le corresponde.
El sospechosismo en pleno me
lleva a preguntar porqué razón el Coordinador Ejecutivo del Estudio Ópera de
Bellas Artes, creado por Ramón Vargas, entre cuyos noveles integrantes no hay
un solo tenor, escribe un texto donde lo que hace no es presentar,
institucionalmente, el evento, sino que adopta la primera persona del singular
para recordarle al lector, todo el tiempo, lo que él quiere que recuerde: “Yo
descubrí a Javier Camarena y a Rebeca Olvera”, “Nadie creyó en mí entonces,
pero diez años después, ellos me dan la razón”.
Y si el lector tiene duda de la
paupérrima mente de Sosa para redactar, véase este ejemplo: “Es difícil explicar
con palabras la impresión que causaron entre la Orquesta y el Coro del Teatro
de Bellas Artes, la tramoya, en los departamentos de vestuario, maquillaje,
utilería, así como en todos y cada uno de quienes presenciaron ese suceso”.
Bueno, hasta las taquilleras y las acomodadoras no pudieron dormir aquella
noche. No importa que a Sosa le parezca “difícil de explicar con palabras la
impresión que causaron”, tal vez le resulte más sencillo explicar qué es el
dodecafonismo o qué hace exactamente en el Estudio de Ópera… espero que para
eso sí pudiera haber palabras, o al menos peras y manzanas, a falta de
aquéllas.
Muy hábil, y lamentablemente
redactado, Sosa termina con una alusión personal al final de su texto, encubierta
en una cierta institucionalidad. El público de Bellas Artes, que nunca lee
bien, no se percata de la trampa, y se traga el garlito: “hoy simplemente
celebramos estos diez primeros años de sus carreras profesionales, nacidas al
[sic] auspicio de la Ópera de Bellas Artes”. Pero al inicio nos recuerda cómo
él insistió en aprovechar a las dos brillantes promesas del canto mexicano diez
años antes. El círculo narrativo se cierra con el mensaje que Sosa quiere que
se quede en la mente del lector.
Y mi mente cochambrosa y
sospechosista me hace pensar que el texto de José Octavio Sosa no tiene la
función de informarle al público realmente lo que éste necesitaría, sino que
tiene una función ulterior. En mi opinión, el texto emite el tufo de la rata
que quiere salirse del buque ante el inminente hundimiento y salvar el pellejo
ante la nueva tripulación para, cuando llegue el momento, repetir la hazaña con
otro texto a modo que le permita vivir del presupuesto, tal como lo hace ahora.
¿Está enterado Ramón Vargas que
ya se menciona a Sergio Vela como su sustituto, y que su leal tripulación no
tiene la menor intención de mostrar un mínimo de lealtad? No lo creo. Como
nunca está presente en sus oficinas, como desde un principio le exigí, no tiene
el menor control ni del barco ni de su tripulación, y no se entera de la última
traición de que es víctima.