
Ni duda cabe que el aprovechamiento de las técnicas empleadas por los monjes del Templo Shaolin en una coreografía dancística es una gran oportunidad para presentar no sólo un espectáculo dancístico inusual, sino también para presentar una suerte de diálogo intercultural entre la tradición dancística occidental, libre y energética, con las posibilidades expresivas abiertas por las artes marciales orientales. En esta suerte de encuentro de dos mundos es posible encontrar el elemento discursivo que da coherencia al trabajo coreográfico desplegado en el escenario de Bellas Artes. Y no es exactamente que la coreografía dé cuenta de alguna historia de orden lineal, en cuyo caso el resultado sería inmensamente menos atractivo. Más bien es el elemento abstracto de la energía móvil del arte marcial combinado con una coreografía que permite el movimiento y evolución de la presencia grupal de los monjes lo que podría permitir establecer una suerte de relato, o metarrelato, que le permita al público guiarse por los movimientos en escena.
Es de esta manera que las 21 cajas de madera puestas sobre el escenario con las que interactúan los monjes y el propio coreógrafo constituyen ese elemento libremente simbólico que otorga la libertad hermenéutica del espectador para construir su propio relato, su historia revelada, su vínculo con la energía puesta en escena. La coreografía ¿es la historia del descubrimiento de Occidente del misticismo budista? ¿Narra el encuentro del racionalismo occidental frente al mundo religioso oriental? ¿Es el relato de los conflictos intelectuales occidentales, representados por las cajas, por entender la naturaleza y el mundo espiritual primigenio y libre de Oriente? Las cajas de madera sobre el escenario, ¿son metáfora del misterio inherente a la búsqueda racional occidental? ¿Cajas de Pandora posmodernas donde sólo se oculta una desconcertante ráfaga de energía en movimiento? Puede ser eso, y muchas otras cosas. Las cajas de sólida madera ensambladas son una suerte de símbolo del que salen no sólo los propios monjes budistas sino la energía que ellos traen y dominan, sin importar si portan elementos guerreros, como lanzas y sables, o se cubren con ropas a la usanza occidental. Y tal en algún momento la coreografía y, en especial, la música, puedan parecer repetitivos. Pero es en esa múltiple reiteración del discurso en el que puede hallarse una parte más de esta exploración de la dinámica entre movimiento y reposo, típica del budismo, en el que el reposo es inherente al movimiento, y en donde se aparejan igualmente el sonido y el silencio, elementos todos ellos presentes a lo largo del desarrollo de la puesta en escena.
El diseño escenográfico minimalista sirve de un digno encuadre para esta coreografía donde la danza es convertida en energía móvil, y donde la narrativa se funde con la ausencia de referentes inmediatos para otorgarnos lo que sólo el budismo puede: la libertad, la esencialidad y la limpieza de una existencia consagrada a ser un enigma.
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