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jueves, 16 de agosto de 2012

Nabucco en Bellas Artes, Articidio

Por José Noé Mercado
(Esta nota se publicó en el periódico El Financiero"


¿
A partir de Nabucco (1942), su tercera ópera, Giuseppe Verdi (1813-1901) comenzó a salir de la indiferencia o el abierto fracaso y no precisamente por haberse sustraído de la manida fórmula de arias, cabalettas, coros y concertantes, ni tampoco por fusionar su música y canto de frondosidad belcantista con un libreto (Temistocle Solera, 1815-1878) de alto vuelo teatral y dramático, sino casi exclusivamente por su aire patriótico que logró inscribir en el agitado acontecer italiano de la época.

Si el pueblo judío había sido sojuzgado en tiempos del gobernador babilónico Nabucodonosor II, los italianos decimonónicos se sentían bajo la bota del imperio austríaco y la identificación fue catártica en esta ópera e, incluso, en el coro “Va, pensiero”, plenamente orgásmica.

V
La Compañía Nacional de Ópera presentó un distorsionado montaje de Nabucco los pasados 10, 12, 14 y 17 de junio en el Teatro del Palacio de Bellas Artes. La puesta en escena de Luis Miguel Lombana traicionó abiertamente la trama y optó por narrar escénicamente lo que le vino en gana: en este caso los supuestos ensayos previos al estreno histórico de Nabucco.

E
La mano articida de Lombana es criticable no en el intento de trasladar una historia bíblica al contexto político italiano del siglo antepasado y así pretender modernizarla, sino al abandonar su misión como director de escena, necesariamente pautada por el contenido de la obra abordada y de la que, soberbio, ni siquiera se ocupó.

R
El resultado escénico de este Nabucco fue tan incoherente y risible, patético, como si un espectador pagara por ver una película, por ejemplo, Sombras tenebrosas y en lugar de ver en pantalla la historia de Barnabas Collins, la cinta se ocupara superficial e inventadamente de Tim Burton, su relación con Helena Bonham Carter, la actual crisis política norteamericana o de cómo un supuesto Johnny Depp bebe agua, se prueba el vestuario, lo maquillan, saluda al equipo de producción… pero dichas acciones con el guión y la música de Sombras tenebrosas, que por supuesto no embonarían con lo visto.

D
Suponiendo que el articidio, al margen de asumirlo como una malograda cita al cuadrado de La Sonnambula realizada por Mary Zimmermann para el Met de Nueva York en 2009, fuera válido, ¿qué habría en la propuesta de Lombana?: La pesquisa y hondura histórica de una telenovela, el dinamismo y la espectacularidad escénica de la barra de colores de video, además del genio, arrojo y la capacidad creativa de un retwitt.

Todo en medio de un público mayoritario que aplaude con la profundidad de un Me gusta en Facebook, uno minoritario que abuchea con el estigma del amargado y lo aguafiesta, y con autoridades que dejan hacer y dejan pasar, le monde va de lui même…

I
En lo histriónico ningún artista en escena siguió el argumento. Mal. En rigor, entonces, este Nabucco no fue actuado sino hasta el último acto, cuando el ensayo de Lombana se transformó en la función de estreno de 1842. Mismo caso de escenografía (Paula Sabina), vestuario (Nuria Marroquín) e iluminación (Rocío Carrillo).

Como Nabucco, alternaron los barítonos Genaro Sulvarán (línea de canto, melódico, pero voz que pierde brillo, emisión que se fatiga y deja de correr por el teatro) y Juan Orozco (estamínico, apasionado, aunque con una estridente concepción del canto que le hace irregular el color en los fraseos).

Como Abigaille, la rusa Elena Pankratova mostró una voz opulenta, con brillo y poder y, pese a ciertos pasajes donde le afloraba una emisión eslava, con genuino estilo verdiano. No obstante, en la función de estreno durante el segundo acto se fue quedando sin aire, hasta que dejó de cantar un momento en su cabaletta, en una de las múltiples formas de lo que se denomina tronar. Bertha Granados abordó el rol con mejor administración de su instrumento, con bello colorido en su fraseo que mejoraba los ataques algo cacareados.

El bajo Noé Colín nuevamente mostró solidez canora, si bien expuso un sonido tan gutural que comprometió la dicción y cierta rigidez vocal propia de un cantante desfiatado. La mezzosoprano Belem Rodríguez como Fenena y el tenor Carlos Arturo Galván como Ismaele ofrecieron lo mejor posible con las condiciones vocales que cuentan. Ella enseñó instrumento, canto y coloreo de acuñación cobriza, no elegante. Él trata de controlar una emisión ensanchada, ondulante, fraseos holgados. La soprano Verónica Murúa, en el diminuto rol de Anna, con un canto de probada cuna, se mostró como la cereza de un pastel nada apetecible, acaso merecedora de un papel más significativo en el futuro.

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Niksa Bareza trabajó a detalle para extraer un buen desempeño del Coro y la Orquesta del Teatro de Bellas Artes. Su batuta lo logró, sin salir de lo ordinario ni llegar a lo espectacular.

Porque ante un articidio en tiempo real, subido a la escena y aplaudido, ¿qué podría ser más aparatoso y digno de atención?


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