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lunes, 11 de junio de 2012

¿Nabucco? en Bellas Artes

El pasado domingo 10 de junio acudimos al Palacio de Bellas Artes para ver la puesta en escena de Nabucco, de Giuseppe Verdi. Eso dice el programa de mano que acompaña la representación. Eso dicen los anuncios en las secciones culturales de los diversos diarios, así como la cartelera correspondiente al mes de junio por el INBA. Y esperábamos ver Nabucco, de Giuseppe Verdi. Pero pocas veces una reseña de un concierto debe ajustarse a lo que se vio en escena, y dejar de lado los muchos aspectos de los cuales debería ocuparse, incluyendo, en este caso, una del todo rutinaria dirección orquestal, acorde a la venerable edad, suponemos, de Niksa Bareza, lo que nos lleva a pensar, ¿para qué invitar a un anciano extranjero, con todo su cansancio, a dirigir una orquesta mexicana si con menos dinero y tal vez con mejores resultados podría dirigirla un mexicano, por el mismo precio o más barato?

Pero como en aquella película de Jim Carrey, el desastre estaba a punto de hacerse presente. De las muchas libertades que los directores escénicos se toman, la de esta representación debe de ser la más lamentable, por decir lo menos, que haya visto en toda mi vida. O la peor, para ser justos. Como cualquier villamelón sabe, Nabucco transcurre en la antigua Babilonia, de modo que uno espera ver los palacios del emperador asirio y las humildes casas de los judíos caídos en desgracia y finalmente liberados. Pero eso no ocurre ¡sino hasta el cuarto acto! Quien no haya asistido a la función de apertura de este domingo pasado se preguntará, “entonces, ¿qué diablos pasa en los tres actos previos?” Y eso es exactamente lo que uno se pregunta.

Primer asunto, no veo cómo pueda alguien justificar que el director de escena haga, literalmente, lo que se le dé la gana, si a los músicos no se les permite. Si un aria fue escrita para tenor, y tiene una letra específica, el tenor no pude sustituirla y cantar lo que le venga en gana: un tango, rap, una canción de Lady Caca. Simplemente no puede. Para eso sirve la partitura, por un lado, y el libreto, por el otro. Por supuesto, en incontables ocasiones vemos que el director de escena se toma la libertad de “modernizar” el libreto, y en Nabucco eso podría hacerse en una gran variedad de modos: judíos prisioneros en un campo de concentración nazi, una metaforización entre empresas dominantes y consumidores, o entre dos naciones, aun cuando en este último caso algunos aspectos narrativos tal vez se diluirían.

Un antecedente de estas libertades que se toman los directores escénicos fue la última representación del Don Juan Tenorio, efectuada hace ya algunos años en el mismo Palacio de Bellas Artes, puesta en escena que cambió el recitado en español en verso por un “hablado” más contemporáneo, y escenas “modernizadas”, como la escena del panteón trasladada a una morgue; pero sobre todo, la absurda inclusión del fusilamiento de Maximiliano y el respectivo encuentro con Juárez. Todo ello, como una suerte de contrapunto histórico que buscaba resaltar los hechos de la época en que fue creada la obra, además de la obra, no en su lugar.

Lo visto en el Palacio de Bellas Artes fue exactamente eso, una puesta en escena que retrata hechos históricos reales, pero que no corresponden a lo establecido por el libreto. Eso es válido siempre y cuando haya aviso de por medio. Pero no lo hay, por ningún lugar. Uno se queda pasmado al ver unas escaleras y a un grupo de italianos muy elegantemente vestidos, yendo de aquí para allá, muy agitados, como salidos de El Padrino, y uno se pregunta en qué momento aparecerán las ametralladoras, mientras inexplicablemente todos cantan los consabidos coros de Nabucco, con alusiones a los judíos. Instantes después, los mimos que antes cantaron maldiciones contra los judíos, ahora cantan advertencias hechas por éstos, pero todos visten igual. Cantan y van de aquí para allá, y hablan del templo, de los dioses y de Dios, pero en escena uno ve otra cosa, y dado el carácter visual de un espectáculo como este, es la narrativa escenográfica lo que más compacta la atención del espectador, y por tanto lo que hace más confuso seguir “la trama”, cualquiera que esta sea.

Es cuando acaba el primer acto cuando me informan que en realidad lo que estamos viendo se supone es una versión de los hechos reales que condujeron al estreno del Nabucco, en octubre de 1842, en donde se retratan los preparativos y ensayos de la obra así como el contexto histórico del nacionalismo italiano de la época y los conflictos con el Imperio austriaco ─para esa época todavía no era austrohúngaro. Entonces resulta claro, en toda esta confusión, que uno de los personajes silentes ─y sin crédito escenográfico ni en el programa de mano─ es el mismo Giuseppe Verdi. Y uno se pregunta, en total ingenuidad: ¿Qué los ensayos de una ópera no se realizan adentro del teatro, en lugar del vestíbulo? Desconozco si la descripción escenográfica corresponda a la realidad histórica, pero a final de cuentas eso ya no importa, porque en realidad nada importa entonces.

Así transcurren tres actos, salidos como de una pesadilla, con pasajes cargados de humorismo involuntario, como cuando un sacerdote ─suponemos que lo es, aunque ni por el vestuario ni escénicamente nada parezca indicarlo─ le habla a su hija, pero esta no se encuentra en el escenario, y uno se pregunta, ¿a quién le habla? O como cuando alguien habla de destruir el templo maldito de los babilonios y derriban cuatro mesitas plegables. ¿Para derribarlas era necesaria la presencia del dios de los judíos? Cualquiera, de una patada, las habría derribado sin mayor esfuerzo. Y así transcurren diálogos, pleitos, unos les dicen a otros sepa la bola qué, y nadie entiende, escénicamente hablando, qué diablos está pasando, por qué dicen tal o cual cosa. Y nada importa ya. Las arias o duetos, que usualmente son para el lucimiento de los cantantes principales, son interrumpidos escénicamente por cualquier cantidad de cosas que distraen al espectador, al grado en que en varias ocasiones es más importante lo que sucede atrás o en torno a estos que el aria misma.

Al final de uno de los actos, ¿el segundo o el tercero? entra en escena un personaje al que han matado. Lo llevan en una camilla, y uno se pregunta, ¿y éste cuándo se murió? ¿Quién era? ¿Quiénes lo mataron? Mi acompañante me dice: “Fueron los austriacos que se lo llevaron hace unos momentos, ¿no te acuerdas?” Y de repente recuerdo que, en efecto, unos cinco minutos antes unos austriacos se lo habían llevado, pero como uno no sabe qué está ocurriendo, ni hacia dónde se dirige la acción, uno asume que no tiene importancia si se lo llevan los austriacos o si hubiera sido raptado por una tribu de caníbales vegetarianos. Para esas alturas del partido, ya nadie sigue la trama de lo que sucede en escena, y a nadie parece importarle. Podría suceder cualquier cosa, como que aparezca una pancarta con loas al rey Vittorio Emanuele. Igual podrían haber aparecido los personajes del Chavo animado, que se presentan en el Teatro Blanquita, a unas cuadras de allí, o Gabriel Quadri borracho, y a nadie le habría extrañado. ¿Quién habría protestado?

Cuando finalmente, en el cuarto acto, el silente Giuseppe Verdi sube las escaleras del ficticio teatro donde se escenificará su Nabucco, uno ya ni siquiera se pregunta ¿Qué verá este ficticio Verdi de petatiux, la misma porquería que estamos viendo nosotros? Finalmente aparece la escenografía de un templo babilonio, pero para ese momento ya no importa. Lo que uno quiere es que la pesadilla acabe.

El "genio creador" de la pesadilla llamada Nabucco
¿Cantaron bien los cantantes? ¿El coro o la orquesta hicieron bien su trabajo? La respuesta es la misma: ¡a quién le importa! Probablemente ni a ellos. A la salida uno se topa con algunos de los miembros del elenco, y comprueba que así es. Pero lo peor es la respuesta del público asistente. No sólo aplauden semejante cagada escénica, sino que ovacionan con sonoros “¡Bravo!” al creador de semejante atropello, un genio llamado Luis Miguel Lombana, a quien sólo tres personas en todo el teatro abucheamos. Es vergonzoso que el público asistente a estas representaciones acepte, literalmente, cualquier ocurrencia, cualquier baratija, cualquier deyección que se le ofrezca, y encima la aplauda y la ovacione. Pero si el público asistente es tan idiota, pues eso y más merece, que lo estafen a toda hora y encima diga “muchas gracias, no se hubiera molestado”. Uno esperaría del “culto público” mexicano una actitud madura, crítica, informada, y no una de total sumisión e incultura, indigna de personas que se dicen “cultas”.

Pero no tiene la culpa el indio… decía el clásico. ¿Dónde está el gerente del teatro? ¿Dónde algún responsable que dé cuenta de lo sucedido y por suceder en las tres funciones siguientes? Porque no hay forma de justificar semejante atropello, así se haya estudiado en Londres, o en la academia Pato de música, crítica musical o taller de palitos y bolitas III. No hay forma de aplaudir una puesta en escena que dice es una obra, escrita por un autor, y de repente se presente otra, sin relación alguna con lo que uno escucha, escrita y planeada por otro autor. En el menor de los casos, es una arbitrariedad. En su justa dimensión, es una falta de respeto a los autores de la obra, y es el equivalente posmoderno a ponerle brassiere a las bailarinas autóctonas de algún país africano que visitaron Bellas Artes hace más de medio siglo, o cubrir la desnudez de la Diana cazadora de Reforma en tiempos de Uruchurtu. ¿Podría alguien, que no sea un cretino, justificar tales despropósitos del pasado?

Lo que se representó en Bellas Artes no fue Nabucco, sino una ficción ─¿o será micción?─ elaborada por, suponemos, Luis Miguel Lombana, quien creó una obra que tal vez nadie habría ido a ver si la pone con su nombre en algún teatro del INBA, así que decidió recetársela al público villamelón que acude a la temporada de ópera de Bellas Artes, sabedor que se tragan lo que les den, así sea una mierda. Y habrá que decirlo con toda justicia, se ve más seriedad y crítica entre los aficionados al fútbol, que abuchearon a la selección mexicana el viernes en el Estadio Azteca por su pobre desempeño ante la potencia futbolística de Guyana, que entre el “culto público” melómano que se tragó sin chistar semejante mamotreto.

4 comentarios:

  1. Estimado señor José Manuel Recillas:

    Pues yo no soy poeta, ni estudié en la academia de Dante Alighieri, ni he traducido ni escrito nada. Soy un espectador come-mierda como usted nos llama, que entendió perfectamente lo que estaba pasando en escena, gracias a un programa de mano que gentilmente nos regalan, y a un supertitulaje que gracias al siglo en que vivimos nos ayuda, a eso, a entender.

    En primer lugar, Lombana no se tomó ninguna libertad por encima de la música de Verdi ni del libreto de Solera. Usted escuchó Nabucco tal y cual está escrita en la partitura. Me tomaré la libertad de decir que, conociendo Nabucco como la conozco gracias a numerosas versiones en CD y DVD que circulan a la venta, la interpretación de Niksa Bareza es bastante apegada a la idea de Verdi. Puede usted escuchar en cualquier momento la versión de Sinopoli, o de Muti, o de Carignani, o de Oren, o de Levine, o de Luisi. Tienen diferencias, sí. Pero que bueno, ¿no? Que aburrido sería ver y oír Nabucco y cualquier otra ópera siempre igual.

    En segundo lugar, me permito informarle que Bellas Artes no se maneja igual que un Sanborns o un Vips. El gerente de Bellas Artes no es el encargado de la programación, o de la difusión, o de la gestión cultural. A ese señor se le llama Director de la Compañía Nacional de Ópera.

    Me da mucha lástima y mucha tristeza que un artista como lo es usted, vaya a la ópera esperando ver siempre lo mismo, y que se exprese del trabajo arduo e intenso de un grupo de artistas, así como del público asistente (recordando que todo artista vive de su público), como lo acaba de hacer. Me parece penoso que utilice un espacio como este para agredir de esa forma.

    Lo invito sinceramente a que vuelva a asistir para que ate esos cabos sueltos en su crítica.

    Gracias por tomarse la molestia de leer éste comentario.

    P.D. Fenena no es hija de ningún sacerdote. Es hija del que da nombre a la ópera.

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  2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  3. Me di a la tarea de ver otras publicaciones en esta página, y en general me parecen buenas y sobre todo propositivas, y cuando algún elemento no se logra, con crítica bien entendida. Lástima que en la que es materia del presente comentario se manche ese trabajo.
    Únicamente coincido en un punto. Se equivocaron en Bellas Artes al omitir avisar sobre la propuesta escénica que se incorporaría, de tal forma que quien buscara asistir a la obra tuviera una decisión informada sobre lo que vería en escena. A partir de ello, sí hubo quienes reaccionaron con sorpresa, ya que esperaban un montaje tradicional de la ópera.
    El anterior es el único punto que comparto. Ahora bien, lo que usted denomina una actitud propia de un público “villamelón”, me parece que en realidad es una actitud de apertura, de darle el beneficio de la duda a una propuesta que se está presentando antes ellos; el resultado fue el siguiente: hubo quienes la aceptaron; quienes se salieron ante la inconformidad con la presentación y, por último, quienes se mantuvieron todo el tiempo para al final limitarse a abuchear a quien consideraron responsable de su “engaño”.
    Fuera de eso, su “crítica” consiste en una serie de frases llenas de agresión sin razón de por medio. Le recomiendo sensibilizarse en los temas de tolerancia, ya que preocupa que quien se auto proclama docto en cultura refleje una actitud tan intransigente.
    Como ya comenté, me parece que el único error fue que cuando compró su entrada no sabía lo que se iba a presentar, pero estando ahí tenía elementos suficientes para entender la propuesta que se le presentaba, cosa que hubiera logrado si hubiera utilizado sus habilidades perceptivas para combinar su conocimiento sobre Nabucco y los elementos visuales que se presentaban en cuanto a la historia que de manera paralela se planteaba. Bueno, tal vez se trata de mucho pedir para un espectador, plantearle también una exigencia y que dé su valoración en razón de si se logró o no el cometido de respetar la presentación de Nabucco y darle al público una exposición con elementos sobre el contexto en que Verdi escribió dicha Ópera.

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  4. Cuando una propuesta escénica te la tienen que explicar para que le entiendas, quiere decir que estuvo fallida, que no fue explícita, que no sirvió.

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