Con apenas dos semanas de
diferencia se presentaron en el Palacio de las Bellas Artes dos de las tres
pasiones existentes escritas por Johann Sebastian Bach con dos conjuntos
orquestales, a más radicalmente disímbolos y con resultados igualmente
opuestos. Ya nos referimos en este mismo espacio a la primera de ellas, y la
decepción que eso significó. La segunda, la de Juan, fue interpretada por la
Capella Barroca de México, bajo la dirección de Horacio Franco, quien a
diferencia del titular de la Orquesta Sinfónica Nacional, sí es un especialista
en música barroca, pero sobre todo, en interpretaciones historicistas.
Lo que se escuchó en el máximo
recinto artístico del país el pasado 13 de abril puede considerarse como un
evento mayor, un triunfo del espíritu, más allá de la conmemoración personal
que para Horacio Franco significó. Porque por encima de cualquier aniversario
conmemorativo, hay que decir que fue la música lo que brilló más que cualquier
consideración. A eso, y no a si uno es amigo del artista, o si se comieron con
él los primeros tacos de su vida, es a lo que se debe prestar atención, porque
eso es lo relevante. Lo demás, es socialité y frivolidad inane.
La Johannes-Passion de Bach es una obra menos espectacular y compacta,
y menos amplia en cuanto a recursos músico-instrumentales que la Matthäus-Passion, pero eso no la hace
una obra menor. De hecho, su impresionante y terrorífico coro inicial “Herr,
Unser Herrscher” es una de las páginas más horrísonas y siniestras de la
literatura musical en Occidente, y no será sino hasta el Don Giovanni de Mozart que se volverá a escuchar algo de tales
dimensiones. Y es probable que por este carácter siniestro y terrorífico Bach
lo sustituyera por uno más conspicuo y tranquilizador, el “O Mensch, Bewein
dein sünde Groß”, aquí interpretado entre el conjunto de Apéndices al final del
concierto.
Fue justamente la versión original
de 1724 la que la Capella Barroca de México interpretó, una orquesta a la
usanza del barroco, de apenas 20 músicos (por cierto, para el inepto de Raúl
Díaz, que no se informa y nomás rebuzna, hubo al menos dos extranjeros en la
orquesta, específicamente en las violas), con un refuerzo de Víctor Flores en el
contrabajo, y un coro de 17 voces apenas, quienes además fungieron como solistas
de la mayoría de las arias de la pasión y de los personajes de los recitativos.
Sólo por comparación con el Coro Bicultural, de casi cuarenta voces, que Carlos
Miguel Prieto nos endilgó en su concierto, a costa del nuestros impuestos, este
coro de jóvenes mexicanos sonaba no sólo con mucha mayor potencia, sino que los
registros vocales bajo y medio se escuchaban con perfecta claridad.
No todo fue miel sobre hojuelas
en este concierto. En la primera aria para soprano, “Ich volge der gleichfalls”, por ejemplo, la solista parece haber sufrido pánico escénico o algo
parecido, pues no logró nunca hallarse cómoda y cantarla como cabría esperar, e
incluso Horacio Franco trató en repetidas ocasiones de auxiliarla desde el
podio, pero poco fue lo que podía hacer. Lo mismo sucedió con el aria para
soprano “Zerließe, mein Herze”, en donde la solista fue varias veces tapada por
flauta y oboe da caccia en esta espléndida aria. En el arioso “Mein Herz, in
dem die ganze Welt”, la pronunciación del solista no podría haber sido más
mala, además de mostrar poca proyección vocal. Naturalmente podría tratarse del
resultado de que, sin duda, el Palacio de Bellas Artes casi lleno impone e
intimida, y no necesariamente de que los solistas fueran malos, lo que
realmente dudo.
El concierto se dividió en tres
bloques interpretativos. La primera parte contuvo 26 números, mientras la segunda
14 del final más cinco apéndices correspondientes a las diversas partes vocales
modificadas por Bach.
La lectura de Horacio Franco de
esta monumental partitura no podría contrastar más con la de Carlos Miguel
Prieto, pues no sólo, como ya se dijo, él sí es un experto en música barroca,
sino que además, a diferencia de aquél, fue capaz de imponerle a la partitura
un carácter tal que no podría sino llamarlo mediterráneo ─no uso el término
latino, mucho menos mexicano, por parecerme discriminatorio y usado en Estados
Unidos para referirse en realidad a la comunidad caribeña y sus usos y
costumbres─, al menos en la primera parte del concierto, donde los tempi de toda la obra se alejaron de los
usuales a que el carácter luterano de la obra parecen conducir, y nos ofreció
una interpretación absolutamente pasional, llena de ritmos casi bailables, como
si de una celebración y no una dolorosa conmemoración se tratase. Sin duda, el
aria que se llevó la noche fue la impresionante “Es ist Vollbracht”, aquí interpretada
con una inteligencia suprema, y en donde pudimos escuchar y ver la influencia
de la música para viola o cuerdas francesa, absolutamente minimalista y
dramática.
Y aquí nos hallamos con un
término que debe considerarse para esta interpretación: minimalista, porque al
usar a los propios integrantes de un coro pequeño como solistas, además de una orquesta
realmente pequeña, Horacio Franco se ubicó en ese medio de nuevas interpretaciones,
y por esto debe entenderse lecturas,
que buscan mostrar todas las posibles virtudes sonoras que pocas voces pueden
ofrecer en esta clase de obras monumentales, como nos demostró hace años
Sigiswald Kuijken al frente de una diminuta Petite Band y su deslumbrante
interpretación de la Misa en si menor, en la que el coro fue sustituido por
apenas cuatro voces, pero qué voces aquellas.
Horacio Franco no sólo conmemoró
35 años de trayectoria musical, sino que nos ofreció el que podría considerarse
como el más notable concierto de lo que va del año, con independencia de lo que
pueda venir del extranjero el resto del año. No podríamos habernos sentido más
satisfechos y emocionados de escuchar, por vez primera en la historia de
nuestro país, una Johannes-Passion
interpretada con criterios historicistas, como nunca antes había sonado.
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