La comunidad operística nacional parece haber alcanzado cierta unanimidad que, al principio, parecía sólo una revuelta silenciosa detectable sólo por mensajes privados y conversaciones en las que el común denominador era la petición de respetar el anonimato de la fuente. Pero la calma chicha se ha roto, y todo indica que el tenor mexicano de mayor prestigio en el país enfrenta un mar embravecido y proceloso. Como a Jorge Volpi al ser nombrado titular del Festival Cervantino, a Ramón Vargas le llueve sobre mojado, y la bienvenida no es la que de seguro esperaba: cuestionado públicamente, criticado por el viraje crítico al aceptar el cargo de la institución a la que con tanto ahínco criticaba, no sólo pierde su independencia sino la autoridad moral que su palabra tenía. Pasó a convertirse en el bufón de la comunidad a la que en teoría representaba.
Nada indica que Vargas tenga idea del berenjenal en el que se ha metido. Alejado desde hace años de su país, tampoco parece haber hecho buenas migas con otros cantantes, y algunos ya han hecho pública su decepción de saber que con su llegada ellos seguirán en el exilio. El viejo cuento del alacrán se hace presente, y en lugar de concitar unanimidad, la unanimidad que él esperaría, es recibido como un traidor, en medio de descalificaciones, críticas y abucheos, en el menor de los casos.
Su llegada como titular del máximo organismo operístico del país llega en medio de un descrédito público que, sin duda, lo enviará al exilio, tarde o temprano, sin que volvamos a saber de él, en medio de un dolor y un agravio que ninguna disculpa podrán mitigar. Con acusaciones de impulsar a su querida en turno, una soprano de valores canoros no muy notables, y sin ninguna experiencia en la administración de un organismo de las dimensiones y complicaciones de la Ópera de Bellas Artes, todo parece indicar que su paso por la administración pública del país está condenada al fracaso, y no tanto por él, pues por voluntarismo no paramos, sino porque algo queda claro de la Administración pendejopeñista: no hay proyecto de país ni proyecto cultural que ordene y conduzca los destinos de la nación.
En un país donde el titular del Ejecutivo es un iletrado y analfabeta, no podría esperarse que sus decisiones en materia cultural se basaran en criterios claros y específicos sino en el brillo y relumbre de joyas de fantasía, salidas del canal de las estrellas, del prestigio que viene de fuera aunque no sea el más adecuado.
Ramón Vargas llega al máximo cargo de la ópera en México, pero se irá, más tarde que temprano, con ganas de no haber llegado allí. No hace falta ser adivino para predecirlo.
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