El suplemento La Jornada Semanal publicó este domingo 10 de julio un importante artículo del etnomusicólogo Julio Mendívil, que por aparecer en un suplemento literario, tal vez pasó desapercibido para el público melómano. Por su importancia, Crítica musical en México lo reproduce para nuestros lectores.
El poder de la música
Julio Mendívil
Julio Mendívil
A menudo se escucha en conciertos y conferencias que la música es el lenguaje del alma y que es capaz de vencer fronteras, unir culturas y personas. No faltan los ejemplos. Recordemos el caso del schlager alemán “Lili Marleen”, de Hans Leip y Norbert Schultze que durante la segunda guerra mundial cautivó a los seguidores de Hitler y a los aliados. Según la leyenda, a las 21 horas de cada día, cesaban los combates en el frente para que ambas tropas sintonizaran Radio Belgrado y escucharan la canción en la voz de Lale Andersen. Oyéndola, cuentan los testigos, regresaban los combatientes mentalmente al calor del hogar y olvidaban, efímeramente, los horrores de la guerra. Efectivamente –piénsese en “Where Have All the Flowers Gone”, de Pete Seeger, en The Ballads of Sacco & Vanzetti, de Woody Guthrie o en “Imagine”, de John Lennon–, numerosas canciones han unificado a pacifistas superando barreras lingüísticas, generacionales o culturales. Según sugieren los ejemplos, la música sería un idioma universal que hermana con más eficacia que las palabras rimbombantes de los tratados de paz internacionales. ¿Es la música realmente el lenguaje de la armonía?
Etnomusicólogos, como yo, reaccionan ante afirmaciones como éstas con una sonrisa irónica, cuando no con cierta condescendencia frente a la ingenuidad propia del neófito. Y es que la música no sólo propicia el amor entre los prójimos; también es un medio para acercarse a unos y alejarse de otros. Tal vez nada satisfaga más que saberse parte de una comunidad musical elegida, pero igualmente es muy posible que nada ofenda más que saber que la música que amamos sea motivo de desprecio por parte de otros. La maldad humana, que es tan variopinta como la diversidad musical en el planeta, no tardó mucho en descubrir que, si la música trasmite de manera eficaz valores grupales o culturales, despotricar contra un tipo de música, o ridiculizarla, es una forma bastante productiva de menospreciar a quienes la producen o la consumen. La música por ende no sólo hermana, sino también, y muy eficazmente, divide; no sólo acompaña los momentos de emoción sentimental o de profunda congoja, también sirve –a menudo contra la intención de sus creadores– de banda sonora de torturas y otros actos indignos.
La música puede ser tanto motivo de algarabía pública cuanto refugio interior. Herder la consideró como la expresión del espíritu de un pueblo, mientras que para Hegel era expresión profunda del individuo. Es esa capacidad de crear significados sociales e individuales lo que hace de la música un arma puntiaguda para ofender y descalificar –ya sea personal o socialmente– al otro. Mas ¿por qué despreciamos algunas músicas? Por lo general, por rechazo a la alteridad. El español Miguel de Estete tuvo hace quinientos años el privilegio de ser uno de los primeros en escuchar la música de los Andes. Si hoy muchos envidiaríamos su suerte, él hubiese renunciado gustoso a ella. Apabullado por los códigos, para él incoherentes, que la regían, tal música le resultó tan bárbara y horripilante como sus productores. A fines del siglo XIX el explorador alemán Georg Schweinfurth repetiría la experiencia entre los azande, en el Congo. Schweinfurth no dudó en comparar dicha música con los gruñidos de los monos y con otros ruidos molestos de la selva africana, es decir, con lo más primitivo que podía imaginarse un europeo. La moraleja es clara: si la música es la expresión de un pueblo, la música de un pueblo despreciable sólo puede ser motivo de desdén.
No sólo el disenso cultural nos lleva a vituperar músicas. Dentro de una misma sociedad diversos grupos se diferencian mediante la música. Ser rockero, rapero, adicto al jazz o a la música de concierto nos posiciona dentro del campo de la producción cultural del que nos habla Pierre Bourdieu. El gusto musical en las sociedades modernas obedece, pues, a un dictamen sencillo, aunque categórico: dime qué escuchas y te diré quién eres. Así, el sociólogo Simon Frith nos advierte sobre un hecho alarmante: no nos basta con gustar de un tipo de música, urgimos igualmente de no gustar de otras. Y por si no fuera suficiente, de expresarlo, una debilidad típica de especialistas. ¿No es la producción musicológica misma la reificación de un gusto determinado?
La perseverancia del enemigo musical es digna de mención. Un detractor de Stefanie Hertel –una joven intérprete de schlager alemán– ingresó un día a la web de la cantante para dejarle un mensaje lapidario: “Querida Stefi –escribió– espero que folles mejor de lo que cantas.” Los conservadores seguidores de Hertel, que en el colmo del atrevimiento la tildan de “dama decente”, pusieron el grito en el cielo, iniciando una riña de semanas. Lo que me espantó del caso fue ante todo que alguien invierta tanto tiempo y esfuerzo en atacar el gusto musical ajeno. ¿Quién se dedica a cosas que considera irrelevantes?
Mas todos estos actos perversos con la música no merman su importancia en nuestras vidas. Por eso pienso que tal vez el verdadero poder de la música radique en cómo ésta estructura nuestras capacidades cognitivas. Hace unas semanas una colega me refirió una anécdota estremecedora al respecto. Pocos días antes de morir su madre, cuando el alzhéimer ya había matado su memoria, mi colega le susurró unas palabras al oído para despedirse. La madre no reconoció su voz. “No le hable, cántele algo”, dijo una enfermera a sus espaldas. Escéptica, mi colega entonó los versos de una vieja canción folclórica, aprendida de su madre. Ante su asombro la anciana reaccionó, entonando las últimas sílabas de cada verso. En lo más recóndito de su cerebro su memoria musical había sobrevivido a la enfermedad. Es un gran alivio saber que ni las injurias de los detractores ni la descomposición progresiva de nuestras facultades logran erradicar de nuestro cerebro la música que amamos, descubrir que lo último que nos abandona es la música que motivó alguna vez en nosotros emociones placenteras.
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