Este miércoles 6 de julio, al brillantísimo tenor mexicano Francisco Araiza le fue entregada la Medalla de Oro de Bellas Artes en un Palacio de Bellas Artes pletórico, que recibió al tenor como un hijo querido, y un representante de lujo de la cultura nacional. Quizá suene pobre decir que las únicas referencias a su brillante trayectoria sólo sean de carácter musical, y esto es comprensible debido a la especialidad del artista mexicano, pero no me cabe la menor duda que Araiza, no menos que otros representantes mexicanos del canto en el Viejo Continente, no es, o no debe serlo solamente, un orgullo para la comunidad operística nacional. Araiza ha hecho algo que probablemente ningún escritor, por ejemplo, ha logrado, ni siquiera Octavio Paz, con un Premio Nobel a cuestas.
La comparación con Paz no está fuera de lugar, porque en el ámbito de las letras y del mundo intelectual entre nosotros, al cual muchas veces los músicos son totalmente ajenos, y no sólo los músicos sino prácticamente todos los llamados críticos musicales, Octavio Paz representa la figura más importante y emblemática de la cultura libresca. Enormemente influyente, Octavio Paz es casi todo el siglo XX, y nuestro mayor orgullo no sólo en México sino en todo el mundo. Pero Paz siempre vivió y escribió en español, en México, no obstante haber vivido temporadas en el extranjerto, ni de lejos es una figura influyente en otras culturas, como la francesa, a la que Paz saqueó con singular alegría. Y en esto Araiza sirve no sólo de contraste, sino de un auténtico fiel de la balanza, porque si el saqueo intelectual se puede disfrazar, si la sombra de un pensamiento puede seducir, eso puede ocurrir tanto en el mundo de los letrados como en el de los iletrados. Pero Paz no conquistó sus logros solo. Lo hizo a través de un hábil manejo de sus relaciones públicas: "traduciendo" poetas suecos o chinos, a partir de lenguas que ni remotamente hablaba, lo mismo que a un poeta que escribía en portugués, Fernando Pessoa, otra lengua que el poeta mexicano distaba mucho de hablar. Lo mismo hizo al "traducir" a Yehuda Amijai, un poeta israelí, lengua que por supuesto Paz no hablaba. Pero algunas de esas traducciones le valieron el Premio Nobel, pues entre los poetas suecos traducidos por Paz estaba el presidente de la Academia Sueca. De hecho, si uno elimina los poemas "traducidos" por Octavio Paz, resulta que no hay un solo poema adicional de este autor traducidos al español. No hay un solo libro que alguien pueda leer de este gran poeta sueco, que sólo conocen los suecos. Esa es la altura de su literatura. Y digo esto sin desacreditar toda la obra de Octavio Paz, pero es importante poner las cosas en perspectiva a la hora de emitir juicios.
Pues bien, lo logrado por Francisco Araiza no se parece en nada a lo hecho por Octavio Paz, y comparativamente, no tengo la menor duda al afirmar que sus logros y méritos superan, con mucho, cualquier cosa que haya hecho Octavio Paz (o para el caso, prácticamente cualquier otro escritor mexicano, vivo o muerto). Lejos de ganar un premio de manera tramposa o espuria, Araiza fue a meterse a la casa de los inventores del lied, y les enseñó cómo hacerlo. Sabido es la alta estima que Dieter Fischer-Dieskau tenía por el tenor mexicano, y cómo llegó a llamarlo como el mejor intérprete de Schubert, dicho ni más ni menos por el que muchos consideramos el mejor intérprete de Schubert. Y para eso Araiza tuvo que hacerlo en tierra de los propios alemanes. Jamás olvidaré sus memorables recitales del Winterreise en un Cervantino hace ya casi dos décadas atrás, en una noche perfecta para una de las pieces de resistance más imponentes de la literatura cantada de Occidente. Eso no lo hizo Octavio Paz, y los reconocimientos que Araiza ha recibido en el extranjero superan, con mucho, todos los que obtuvo Paz, cuyo trabajo necesitaba ser traducido al francés, al italiano, al alemán, para desde allí ser valorados. Araiza fue a la casa del dragón, y lo domó.
Las palabras de Francisco Araiza en el Palacio de Bellas Artes nos hablan de un artista agradecido con su país, con su público, que lo recibió con los brazos abiertos. Aquí sus palabras, en una velada inolvidable.
Aunque el gran público, e incluso los escritores e intelectuales no estén enterados de lo alcanzado por Francisco Araiza, indudablemente es él, hoy por hoy, nuestro mayor orgullo, y el mejor representante que tenemos en Europa. Parece poco, pero no lo es.
Es importante, sin embargo, hacer una aclaración en esta comparación entre artistas. Porque Octavio Paz, con todas las limitaciones y defectos que se le asignen o tenga, sus filias y fobias, fue un intelectual, un creador. Por esa sola razón pertenece a otra categoría distinta de artista. Se trata, en pocas palabras, del orbe del pensamiento especulativo y creador, aquel que crea nuevas formas, modela a la sociedad, la cuestiona y la delimita. En este aspecto, la diferencia entre ambos artistas es obvia. Francisco Araiza, como todos los músicos, no es un intelectual, no es una figura tutelar a la que se acuda en busca de guía y orientación, alguien que forme opinión y sea un contraste intelectual, un formador y conformador de las ideas que conducen a los hombres. No es un creador, sino un recreador.
En efecto, por muy perfectas que sean las encarnaciones que el tenor le otorgue a personajes de distintas óperas, "tal y como el compositor lo había concebido", no deja de ser una recreación, una forma de construcción escénica de carácter técnico, en el que la perfección siempre será relativa, considerando que no se trata de una creación absoluta, sino de la necesaria representación de algo pre-existente: el personaje y las arias que debe cantar. No es el personaje, pues, sino las arias y su definición, lo que juzgamos. Ante esto, no hay diálogo, porque la música es siempre la imposibilidad del diálogo, de la transformación. Por eso al final de ella, o hay abucheos o hay aplausos, pero no hay forma de dialogar ni con el autor (incluso si está vivo) ni con su obra. El aplauso o el abucheo es un juicio de valor con respecto a la calidad de lo ejecutado, de lo representado. Puede ser acertado o no dicho juicio, puede tener el lector a posteriori el testimonio de la grandeza o de los defectos de la ejecución sin que haya una prueba objetiva, o puede haberla. Pero finalmente, ante el juicio de valor nohay ya posibilidad de diálogo. Aunque el tenor cante y se mueva sobre el escenario, y cante en duato o trío o en coro, siempre será un monólogo al que el público sólo puede retribuir con un aplauso o un abucheo.
Francisco Araiza echándose un gallito
En ese mismo sentido, toda representación operística no deja de ser un juego de niños para niños. Sabido es que a los músicos instrumentales se les dificulta el trato con los cantantes de ópera, que siempre son las o los divos, y como tales, inalcanzables. Por su parte, el público melómano, especialmente los de la secta operística, siguen a los cantantes como si dioses de un parnaso fuesen, y muchas veces hablan de ellos como tales. La deificiación del artista, de nuevo, destruye o inhibe toda posibilidad de diálogo. No es extraño incluso que ciertos escritores vean a menudo en los cantantes de ópera, y menos frecuentemente en la orquesta o el director de orquesta, un icono al cual entregarse sin reservas como en una suerte de nirvana laico. No es extraño que alguno diga que hubiera querido ser músico. Es parte de ese influjo que la figura del cantante, de la diva, crean en el espectador. En efecto, parecen muchas veces surgir de un orbe inimaginable.
La literatura no genera tal influjo, tal veneración. Y no los busca. Lo que busca es siempre el diálogo. Incluso expulsados de su república ideal por Platón, los poetas difícilmente escapan al raciocinio, con excepción de los místicos (Santa Teresa, San Juan de la Cruz, Maister Eckhart), los visionarios (William Blake, cierto Hölderlin, Rimbaud), los románticos y los poseídos por un daimon, el diálogo es inevitable, necesario, en la literatura. La enorme abstracción de la música puede ser engañosa; lo sabía muy bien la Iglesia, que se opuso a la polifonía. No debería ser extraño pensar en la polifonía como en las sirenas que tentaron a Ulises.
No deberíamos olvidar dicha metáfora, que desde los griegos hasta nuestros días, es una advertencia ante lo engañoso, ante lo seductor y la entrega absoluta, irreflexiva, del canto.
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