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viernes, 5 de julio de 2013

LXXV aniversario del Coro de Madrigalistas, con Horacio Franco

El coro de madrigalistas de Bellas Artes celebró su septuagésimo quinto aniversario con una gala dirigida por Horacio Franco, como director huésped, acompañado, además, de su Cappella Barroca de México, un pequeño pero notable grupo de músicos especialistas en la interpretación historicista con instrumentos réplica de la era barroca.
Con un programa integrado por obras del Alto (Monteverdi) y tardío barroco (Vivaldi y Handel) con el denominador común de interpretar tres obras sobre el Dixit dominus bíblico, pudimos testimoniar la gran calidad humana e interpretativa de Horacio Franco, quien ha resultado ser todavía mejor director que intérprete, y cuya labor en este campo nos recuerda, toda proporción guardada, el caso del contratenor René Jacobs.

Como institución vocal, el coro de madrigalistas parecía haber cumplido 75 años hace ya bastante tiempo, y se veía difícil que pudiera retornar realmente a lo que su nombre indicaba debía ser: un conjunto especializado en música renacentista y barroca, en lugar del aguachirle que lo mismo servía para una barrida que para un trapeado. Horacio Franco, nuestro mayor especialista en esos terrenos, le devolvió la confianza y dignidad a esta sociedad coral, dignidad y confianza que parecían naufragaban en medio de conciertos sin dirección musical alguna en años no tan lejanos en el tiempo.

Volver al territorio del que nunca debieron haber partido debe de haber sido una labor para la que muy pocos habrían tenido las herramientas necesarias, pero a Franco le sobran, además de una generosidad y carisma evidentes. Esto hizo que el coro de madrigalistas pudiera regresar a su Ítaca y vieran nuevamente el suelo patrio con dicha inmensa, transmitiendo al público esa misma sensación.

Indudablemente, tantos años de hueseo y conciertos donde se cantaba de todo menos repertorio de este tipo, sin rigor ni cuidado, hacen estragos en cualquier institución, y un poco de esto se escuchó la noche del 4 de julio en la sala principal de Bellas Artes. En particular en una obra tan compleja y llena de matices, como una delicada caja de cristal, como la de Monteverdi, la cual, pese a todo, sonó como probablemente jamás había sonado antes en manos de músicos mexicanos. De las tres, la más difícil, pues sus fuerzas instrumentales y su duración son menores que las de Vivaldi y Handel, y cuyo carácter más íntimo y religioso sobrepasan los juegos de artificio de Vivaldi y la majestuosidad de Handel. 

No sorprendentemente, Horacio Franco supo no sólo diferenciar estos rasgos particulares de cada obra (aunque yo esperaba un Vivaldi más mediterráneo, más cercano a ese que hace algunos años nos entregara Alessandrini en un Gloria memorable), sino que incluso a Handel le otorgó un carácter menos flemático, menos londinense, que el que suelen darle otros intérpretes. Su lectura de esta obra handeliana resultó realmente refrescante y perfectamente orgánica, pese a las necesarias pausas entre movimientos y cambio de solistas, en particular los dos movimientos finales, engarzados, pese a la pausa, de manera perfecta y notable.

Sin duda, las partes solistas brillaron lo suficiente en esta fiesta de aniversario, si bien no pocas voces sonaban con limitaciones técnicas, fruto de lo ya señalado con anterioridad. En los tutti en varias ocasiones se notó más aún. Sin embargo, la mano de Horacio Franco se notaba allí con particular atención, pues fue notable cómo el conjunto coral daba lo máximo de sí, tratando de evitar los escollos en la playa para llegar a puerto firme.

Tanto la de Vivaldi como la de Handel, son obras más acordes para el lucimiento vocal y orquestal, pero al mismo tiempo son más proclives al yerro, al dejarse llevar por música tan brillante y apasionada. Bajo la mano de Franco, el coro de madrigalistas se vio como una institución coral en facultades, no del todo plenas, pero sobradamente suficientes, para abordar estas obras. Ni duda cabe que en el coro hacen falta especialistas, como los que Franco tiene en su Cappella, donde, por otro lado, falta aún, en la parte vocal, más fogueo y experiencia.

La parte instrumental, indudablemente, fue una delicia. Oír esos violines con cuerdas de tripa y la afinación correcta es como llegar a tierra prometida. El ataque de éstas, en especial en Vivaldi y Handel, espectacular. Y la atención al detalle en las distintas voces en Monteverdi, exquisito.

Pero lo que vimos y escuchamos en Bellas Artes este jueves fue una celebración que parece decirle al nuevo mandamás de la ópera mexicana y su sirena barbada, como lo han dicho sus predecesores (quienes ahora trabajan para él), que con todos los defectos y limitaciones existentes, se hace lo que se puede con lo que se tiene, y que a veces, y no pocas, lo que se tiene es suficientemente bueno como para dar resultados espléndidos, y que no es necesario venir a inventar el agua tibia.

Horacio Franco nos demostró que la dignidad del músico puede y debe ser recuperada, pero eso sólo será posible viéndolo a los ojos, confiando en él, aceptando ir con él, mano a mano, y paso a paso, escuchando sus necesidades, entendiendo lo que significa ser uno más con ellos mismos, y no un dios, virrey o emperador traído de ultramar. Y esa dignidad no sólo beneficia al músico en lo inmediato, sino también en la calidad del espectáculo musical, y en beneficio final del público que acude a escuchar. Enriquece también al director, y permite un crecimiento interior verdadero, genera escuela y deja un legado que no puede ser negado ni ninguneado. La humildad no está reñida con el rigor en el trabajo, y lo que escuchamos dio muestras de ello. No podríamos pedir más, ni más grande podría ser nuestra gratitud por este compromiso, dedicación y empeño puestos en acción, en lugar de palabrería vana y autopromoción.

¡Larga vida al Coro de Madrigalistas y a su director huésped!




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