Manuel Yrízar
Luego de asistir a la apertura de la exposición en EL RINCÓN DEL TIEMPO del Palacio de Bellas Artes, donde se muestran carteles, fotografías, periódicos de la época, del recinto máximo de México, que recomendamos visitar, ocupamos nuestro lugar en la luneta para presenciar la tercera función de la ópera Rusalka, de Antonin Dvórak, en su estreno en México dentro del Festival de México.
La historia de la ninfa acuática o náyade, Rusalka, límnade emergente del lago según aprendimos que es una subdivisión de esa categoría de seres mitológicos según su hábitat, en este caso los lagos, que para su desgracia se enamora de un ser humano –un Príncipe por supuesto que como la mayoría de los pérfidos de su raza mortal y voluptuosa, infiel y veleidoso– sufrirá los horrores de la imposibilidad de realizar el desde antes imposible amor pues su condición de divinidad inmaterial jamás lo permitirá. El cuento de hadas checo fue convertido en ópera por Antonin Dvórak, y fue estrenada como tal en 1901 en Praga.
En realidad es un cuento de hadas con bella música, aunque la historia deviene en la tristeza que la Cierva blanca de cabellos rubios sufrirá durante toda la acción dramática por no poder consumar el amor que en ella nació cuando, como una onda etérea de agua insustancial, abrazó al Príncipe cuando se bañaba, quedando enferma de deseo de convertirse en mujer verdadera y realizar su amor en cuerpo y alma. Al final esa pasión imposible concluirá, como sucede en el romanticismo, con la muerte y el dolor.
Un cuento de hadas requiere una puesta de cuento de hadas. Y aquí fuimos testigos de que atrás de esas fantasías aparentemente triviales y hasta cursis, afloran algunos elementos que retratan nuestra cruel condición.
He de confesar que la puesta en escena de la obra produjo en mi sentimientos encontrados por la factura bastante infantil, por no decir pueril, del asunto. Acorde a la definición que da Francisco de la Maza de lo CURSI como “lo exquisito fallido” no es nada sencillo no caer en ese estilo almibarado y fútil, y sobrepasar al plano del logro estético deseado. Me sentí agobiado y abrumado a veces con la manera como se nos contaba la historia dentro de una escenografía semejante a una telaraña devoradora que bajaba y subía engullendo a los personajes de caricatura que casi se veían sepultados en esas falsas olas acuáticas. No creo que sea lo mejor que haya hecho en su carrera el talentoso escenógrafo Jorge Ballina. La propuesta de esa red de polietileno vuelto acordeón o bandoneón arrabalero que quería parecer ondulante lago enseñaba el truco fácil y nunca logró producir en mí la ilusión. Recuerdo que aprendí de Juan Ibáñez que en el teatro no deben “enseñarse los calzones”. Y aquí resaltaban un poco impúdicos pues los alambres colgados muy visibles que subían y bajaban la oruga, las rampas que subían y bajaban cada transición me parecieron repetitivas y cansadas. Los cómicos caricatos en que se transformaron los personajes más preocupados por no resbalar en tan incómodo espacio. La luna grandota como una pelotota que alumbra el callejón, las ramas secas silueteadas, los horrendos barandales cuadrados del segundo acto que rompían el estilo de curvas y elipses con esa intromisión ajena al concepto original. Sobreiluminda la escena deslumbraba a veces ese exceso de luz.
La parte musical tampoco me llenó de felicidad. Desigual y fallido el elenco tuvo bueno, malo y pésimo. La protagonista sueca Elisabet Strid cantó una Rusalka siempre acongojada y llorosa, una dama joven de película mexicana de los 40s. Siempre gimoteante y afligida, digna de Gloria Marín o Leticia Palma, no sabemos si compadecerla y llorar con ella o encabronarnos por tanta estupidez. Vocalmente cumple. Su voz es bella, buen timbre lírico, pero tan fría y azul como sus lágrimas y su vestido. Príncipe de Cachirulo el tenor importado de Bratislava Ludovir Ludha es malísimo. Seco, escaso, desfiatado, engolado, de ingrato timbre feo, mal actor, su participación fue de lo inaudible a lo insufrible. Jamás le creímos nada. ¿Cómo pudo una ninfa o una princesa enamorarse de eso? Detestable.
El bajo ruso de origen polaco Alexander Teliga tiene un instrumento poderoso y de timbre eslavo que resonó bien. Cumplió cabalmente con su personaje de Vodník, el espíritu de las aguas. La mezzosoprano Belem Rodríguez cantó una Bruja Jezibaba de buen nivel. Sobresalió como creíble actriz. La Princesa Extranjera de Celia Gómez enamoró al desaliñado príncipe más con su vestido rojo que con su voz. El Guardabosques Antonio Duque y el joven cocinero de Sandra Malika llevaron la parte cómica de la telenovela. Y, para mí lo mejor de la función, el extraordinario trabajo de las Tres Ninfas. Lucía Salas, Edurne Goyarzu y Nieves Navarro me hicieron pensar en los bellos momentos en que aparecían en que de verdad las ninfas existen. Espléndidas vocal y actoralmente.
No sonó mal la Orquesta del Teatro de Bellas Artes aunque no estuvo exenta de pifias notorias en trombones, cornos, o algunos alientos disparatados. Iván Angelov la llevó a veces con tiempos aburridos y cansados acordes a la versión propuesta. Enrique Singer movió como pudo a los actores cantantes que se tambaleaban, a lo Juventino Rosas, sobre las olas del lago donde lloran las ondinas la pérdida del oro. El coro, interno o en los palcos al estilo José Antonio Alcaráz ha mejorado baja la dirección del talentoso Xavier Rives. Del “Balletito” rudimentario mejor no hablamos.
Es loable que se haya estrenado Rusalka en México. Muchas funciones más necesitamos para salir del barranco. Es posible hacerlo si hay voluntad política para lograrlo.
La historia de la ninfa acuática o náyade, Rusalka, límnade emergente del lago según aprendimos que es una subdivisión de esa categoría de seres mitológicos según su hábitat, en este caso los lagos, que para su desgracia se enamora de un ser humano –un Príncipe por supuesto que como la mayoría de los pérfidos de su raza mortal y voluptuosa, infiel y veleidoso– sufrirá los horrores de la imposibilidad de realizar el desde antes imposible amor pues su condición de divinidad inmaterial jamás lo permitirá. El cuento de hadas checo fue convertido en ópera por Antonin Dvórak, y fue estrenada como tal en 1901 en Praga.
En realidad es un cuento de hadas con bella música, aunque la historia deviene en la tristeza que la Cierva blanca de cabellos rubios sufrirá durante toda la acción dramática por no poder consumar el amor que en ella nació cuando, como una onda etérea de agua insustancial, abrazó al Príncipe cuando se bañaba, quedando enferma de deseo de convertirse en mujer verdadera y realizar su amor en cuerpo y alma. Al final esa pasión imposible concluirá, como sucede en el romanticismo, con la muerte y el dolor.
Un cuento de hadas requiere una puesta de cuento de hadas. Y aquí fuimos testigos de que atrás de esas fantasías aparentemente triviales y hasta cursis, afloran algunos elementos que retratan nuestra cruel condición.
He de confesar que la puesta en escena de la obra produjo en mi sentimientos encontrados por la factura bastante infantil, por no decir pueril, del asunto. Acorde a la definición que da Francisco de la Maza de lo CURSI como “lo exquisito fallido” no es nada sencillo no caer en ese estilo almibarado y fútil, y sobrepasar al plano del logro estético deseado. Me sentí agobiado y abrumado a veces con la manera como se nos contaba la historia dentro de una escenografía semejante a una telaraña devoradora que bajaba y subía engullendo a los personajes de caricatura que casi se veían sepultados en esas falsas olas acuáticas. No creo que sea lo mejor que haya hecho en su carrera el talentoso escenógrafo Jorge Ballina. La propuesta de esa red de polietileno vuelto acordeón o bandoneón arrabalero que quería parecer ondulante lago enseñaba el truco fácil y nunca logró producir en mí la ilusión. Recuerdo que aprendí de Juan Ibáñez que en el teatro no deben “enseñarse los calzones”. Y aquí resaltaban un poco impúdicos pues los alambres colgados muy visibles que subían y bajaban la oruga, las rampas que subían y bajaban cada transición me parecieron repetitivas y cansadas. Los cómicos caricatos en que se transformaron los personajes más preocupados por no resbalar en tan incómodo espacio. La luna grandota como una pelotota que alumbra el callejón, las ramas secas silueteadas, los horrendos barandales cuadrados del segundo acto que rompían el estilo de curvas y elipses con esa intromisión ajena al concepto original. Sobreiluminda la escena deslumbraba a veces ese exceso de luz.
La parte musical tampoco me llenó de felicidad. Desigual y fallido el elenco tuvo bueno, malo y pésimo. La protagonista sueca Elisabet Strid cantó una Rusalka siempre acongojada y llorosa, una dama joven de película mexicana de los 40s. Siempre gimoteante y afligida, digna de Gloria Marín o Leticia Palma, no sabemos si compadecerla y llorar con ella o encabronarnos por tanta estupidez. Vocalmente cumple. Su voz es bella, buen timbre lírico, pero tan fría y azul como sus lágrimas y su vestido. Príncipe de Cachirulo el tenor importado de Bratislava Ludovir Ludha es malísimo. Seco, escaso, desfiatado, engolado, de ingrato timbre feo, mal actor, su participación fue de lo inaudible a lo insufrible. Jamás le creímos nada. ¿Cómo pudo una ninfa o una princesa enamorarse de eso? Detestable.
El bajo ruso de origen polaco Alexander Teliga tiene un instrumento poderoso y de timbre eslavo que resonó bien. Cumplió cabalmente con su personaje de Vodník, el espíritu de las aguas. La mezzosoprano Belem Rodríguez cantó una Bruja Jezibaba de buen nivel. Sobresalió como creíble actriz. La Princesa Extranjera de Celia Gómez enamoró al desaliñado príncipe más con su vestido rojo que con su voz. El Guardabosques Antonio Duque y el joven cocinero de Sandra Malika llevaron la parte cómica de la telenovela. Y, para mí lo mejor de la función, el extraordinario trabajo de las Tres Ninfas. Lucía Salas, Edurne Goyarzu y Nieves Navarro me hicieron pensar en los bellos momentos en que aparecían en que de verdad las ninfas existen. Espléndidas vocal y actoralmente.
No sonó mal la Orquesta del Teatro de Bellas Artes aunque no estuvo exenta de pifias notorias en trombones, cornos, o algunos alientos disparatados. Iván Angelov la llevó a veces con tiempos aburridos y cansados acordes a la versión propuesta. Enrique Singer movió como pudo a los actores cantantes que se tambaleaban, a lo Juventino Rosas, sobre las olas del lago donde lloran las ondinas la pérdida del oro. El coro, interno o en los palcos al estilo José Antonio Alcaráz ha mejorado baja la dirección del talentoso Xavier Rives. Del “Balletito” rudimentario mejor no hablamos.
Es loable que se haya estrenado Rusalka en México. Muchas funciones más necesitamos para salir del barranco. Es posible hacerlo si hay voluntad política para lograrlo.
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