Crítica musical en México reproduce el siguiente texto de Vladimiro Rivas Iturralde, escrito hace ya 20 años, y publicado originalmente en La Jornada Semanal, en ese entonces dirigido por José María Espinasa, como homenaje póstumo y recordatorio de lo mucho que aún queda por hacer hacia la obra del notable compositor mexicano. Agradecemos al autor del texto su autorización para publicarlo en nuestro espacio.
Escucha la música que te voy a contar
Vladimiro Rivas Iturralde
Carlos Chávez escribió en El pensamiento musical que era tan imposible traducir música a palabras como traducir Cervantes a ecuaciones matemáticas. Añadió que los sonidos y sus relaciones particulares estimulan un sentido específico que está en nosotros, el sentido musical, que nada tiene que ver con imágenes literarias o plásticas, con ideas propiamente dichas, con las contingencias de la vida diaria o con cualquier otra cosa. Según este aserto, toda escritura no musical de un compositor constituirá entonces una incursión en territorio ajeno. Pero la frecuencia con que ciertos compositores han incursionado en terrenos ajenos al suyo delata una inquietud intelectual expresada casi siempre en razón directa a la frecuencia con que su propia obra musical se ha relacionado con las demás artes.
Tal es el caso de Daniel Catán, quien, además de no ignorar lo que Chávez sabía, ha vivido siempre interesado en la música vocal: en la ópera, el lied, la cantata, interés que lo ha llevado a plantearse y resolver también desde este lado -el de las palabras- los problemas de su oficio de compositor. Y los plantea y resuelve no sólo del modo más accesible y ameno, sino con frecuencia poético, esto es, haciendo literatura.
Gran virtud de los ensayos diversos pero interrelacionados de Partitura inacabada (México, UAM, 1989) es la amenidad. El autor se disfraza aquí de Sherlock Holmes para seguir la pista de los cambios de perspectiva de la crítica musical a lo largo del tiempo; finge allá una carta dirigida a sí mismo para informar al lector sobre la música en Inglaterra; con el propósito de informarnos sobre cierta música japonesa nos refiere la anécdota de cómo llegó a escucharla; se atreve a describir con palabras su propia música y la música de otros; ilustra con buenos ejemplos lo que pretende exponer. Esos ejemplos constituyen un verdadero hallazgo de Catán. El ejemplo hace visible lo hermético (el hermetismo del lenguaje musical) y acorta la distancia entre los dos lenguajes paralelos, el literario y el musical. Pero por eficaces que sean estos recursos para conquistar al lector, ninguno tan feliz como la naturaleza cuentística de muchos de sus ensayos. En ellos alterna Catán la reflexión poética sobre la música -no por poética menos precisa que la filosófica- con un desarrollo cuentístico cuyos protagonistas son, no sólo Fausto, Peter Grimes o Violeta Valéry, sino también los acordes, los intervalos, los registros grave, medio y agudo, que nos conducen siempre a alguna parte, a un desenlace sorpresivo, muy de cuento. Los mejores ejemplos de lo que estoy diciendo son "Nocturno", "Passacaglia con personalidad" y "Punto de escucha". En ellos nos describe lo que hace la música cuando un personaje actúa. El músico juega aquí al literato y lo hace bien, con ingenio y gracia. "Escucha la música que te voy a contar", escribe en alguna parte. Y la música que el compositor nos cuenta con palabras es una verdadera delicia. Daniel Catán, o el oído inteligente. En su libro hay una permanente y sutil invitación a abrir nuestros oídos con inteligencia, a redescubrir la música. El mundo sonoro aparece planteado en este libro como problema y desafío para la inteligencia, en un mundo devorado por la rutina, el mal gusto y la indiferencia. Escucha, lector, la música que Daniel Catán va a contarte, y vas a ver cuánto disfrutas y cuánto aprendes.
Leer algunos de estos ensayos es también asistir al laboratorio interior del músico Catán, mirar la caja de cristal en cuyo interior están las reglas del juego de su propia música. Nos hace saber con palabras qué piensa de su propia obra, cómo la piensa, qué elementos de la sensibilidad pone en juego al componerla, de qué supuestos vitales y filosóficos parte su música y de qué manera la realización va a ajustarse a ellos. "Ningún otro oficio", escribe, "permite al artista la satisfacción que representa el manejo del tiempo. Es algo así como viajar libremente, sin el peso del cuerpo, algo así como una probadita de eternidad" (p. 151). En su breve ensayo "Música, poesía y el horizonte", resume el autor uno de los problemas que lo acucian como compositor: la percepción del espacio como tiempo o, en otras palabras, la percepción del espacio sonoro. Me pregunto: ¿no era esta, en suma, una de las maneras de formularse su estética el impresionismo musical? ¿No es Daniel Catán a su modo un músico impresionista? Sus inquietudes explícitas lo delatan: es el músico que trata de plasmar el horizonte en música. Por otra parte, sus reflexiones sobre su propia obra sugieren que él mismo la siente, la vive, la cristaliza como "programática", es decir, que en ella no solamente ocurre música sino también algo distinto de ella, con la cual la música quiere fundirse: una historia, una imagen visual, ese híbrido que es la música vocal, donde las palabras y la música generan un tercer producto, distinto ya de las palabras y la música. Esperamos por ello con impaciencia su primera ópera, La hija de Rapaccini, según un cuento de Octavio Paz, inspirado a su vez en Hawthorne.
Tal es el caso de Daniel Catán, quien, además de no ignorar lo que Chávez sabía, ha vivido siempre interesado en la música vocal: en la ópera, el lied, la cantata, interés que lo ha llevado a plantearse y resolver también desde este lado -el de las palabras- los problemas de su oficio de compositor. Y los plantea y resuelve no sólo del modo más accesible y ameno, sino con frecuencia poético, esto es, haciendo literatura.
Gran virtud de los ensayos diversos pero interrelacionados de Partitura inacabada (México, UAM, 1989) es la amenidad. El autor se disfraza aquí de Sherlock Holmes para seguir la pista de los cambios de perspectiva de la crítica musical a lo largo del tiempo; finge allá una carta dirigida a sí mismo para informar al lector sobre la música en Inglaterra; con el propósito de informarnos sobre cierta música japonesa nos refiere la anécdota de cómo llegó a escucharla; se atreve a describir con palabras su propia música y la música de otros; ilustra con buenos ejemplos lo que pretende exponer. Esos ejemplos constituyen un verdadero hallazgo de Catán. El ejemplo hace visible lo hermético (el hermetismo del lenguaje musical) y acorta la distancia entre los dos lenguajes paralelos, el literario y el musical. Pero por eficaces que sean estos recursos para conquistar al lector, ninguno tan feliz como la naturaleza cuentística de muchos de sus ensayos. En ellos alterna Catán la reflexión poética sobre la música -no por poética menos precisa que la filosófica- con un desarrollo cuentístico cuyos protagonistas son, no sólo Fausto, Peter Grimes o Violeta Valéry, sino también los acordes, los intervalos, los registros grave, medio y agudo, que nos conducen siempre a alguna parte, a un desenlace sorpresivo, muy de cuento. Los mejores ejemplos de lo que estoy diciendo son "Nocturno", "Passacaglia con personalidad" y "Punto de escucha". En ellos nos describe lo que hace la música cuando un personaje actúa. El músico juega aquí al literato y lo hace bien, con ingenio y gracia. "Escucha la música que te voy a contar", escribe en alguna parte. Y la música que el compositor nos cuenta con palabras es una verdadera delicia. Daniel Catán, o el oído inteligente. En su libro hay una permanente y sutil invitación a abrir nuestros oídos con inteligencia, a redescubrir la música. El mundo sonoro aparece planteado en este libro como problema y desafío para la inteligencia, en un mundo devorado por la rutina, el mal gusto y la indiferencia. Escucha, lector, la música que Daniel Catán va a contarte, y vas a ver cuánto disfrutas y cuánto aprendes.
Leer algunos de estos ensayos es también asistir al laboratorio interior del músico Catán, mirar la caja de cristal en cuyo interior están las reglas del juego de su propia música. Nos hace saber con palabras qué piensa de su propia obra, cómo la piensa, qué elementos de la sensibilidad pone en juego al componerla, de qué supuestos vitales y filosóficos parte su música y de qué manera la realización va a ajustarse a ellos. "Ningún otro oficio", escribe, "permite al artista la satisfacción que representa el manejo del tiempo. Es algo así como viajar libremente, sin el peso del cuerpo, algo así como una probadita de eternidad" (p. 151). En su breve ensayo "Música, poesía y el horizonte", resume el autor uno de los problemas que lo acucian como compositor: la percepción del espacio como tiempo o, en otras palabras, la percepción del espacio sonoro. Me pregunto: ¿no era esta, en suma, una de las maneras de formularse su estética el impresionismo musical? ¿No es Daniel Catán a su modo un músico impresionista? Sus inquietudes explícitas lo delatan: es el músico que trata de plasmar el horizonte en música. Por otra parte, sus reflexiones sobre su propia obra sugieren que él mismo la siente, la vive, la cristaliza como "programática", es decir, que en ella no solamente ocurre música sino también algo distinto de ella, con la cual la música quiere fundirse: una historia, una imagen visual, ese híbrido que es la música vocal, donde las palabras y la música generan un tercer producto, distinto ya de las palabras y la música. Esperamos por ello con impaciencia su primera ópera, La hija de Rapaccini, según un cuento de Octavio Paz, inspirado a su vez en Hawthorne.
México, 1990
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